viernes, 30 de octubre de 2020

EL CUMPLEAÑOS DE LA ISABEL

(foto de Página Siete) 


El doce de octubre de 2020 una estatua de Cristóbal Colón en la ciudad de Nuestra Señora de La Paz despertó pintada de rojo. Ese mismo día las Mujeres Creando vistieron de chola a la estatua de Isabel la Católica. Al día siguiente un grupo autodenominado Juventudes Hispanistas le quitó la ropa de chola que lució todo el día y a ello puso el título de “desagravio”. Para concluir, el gobierno del municipio limpió ambas estatuas.

Creo bueno partir del hecho de que en esta ciudad entendemos lo público como lo que es de nadie y a la calle como lo ajeno. Pero ese doce de octubre se ejerció una faceta olvidada de la calle: que es nuestra. Es nuestra ciudad, la que sostenemos, la que habitamos, de la que deberíamos apropiarnos, pero que nadie ejerce como suya. En ese estado de las cosas, Mujeres Creando y el autor desconocido de la pintada a la estatua de Colón ejercieron lo que ningún paceño había hecho hasta entonces: se apropió de la estatua y de su componente simbólico.

Colón despertó rojo, con una calavera y una cruz andina a los pies. No es la primera vez que lo pintan pero sigue ahí, regalo de la comunidad italiana a la ciudad. Un mérito adicional del autor anónimo es haber intervenido a mitad del Prado paceño, columna vertebral de la ciudad que la atraviesa y en la que todos confluyen, y permaneció anónimo hasta el final. Mujeres Creando hizo su intervención durante el día, a los ojos de todos y con nombre de apellido (como siempre lo hacen). La Isabel con traje de chola, con manta llena de carga y con wawa estuvo de pie todo ese doce de octubre en Nuestra Señora de La Paz. Ambos tenían algo que decir, algo que todos teníamos que escuchar, y lo hicieron ante el escenario en el que crece el arte: el mutismo del espectador.
Y es que hasta ese lunes nadie dijo “esta estatua es mía” (y lo es). El gobierno municipal cumple con el cuidado del ornato en silenciosa, y seguramente desagradecida, labor de mantenimiento. Pero los casos de paceños que se apropian de los parques o plazas y los cuidan como propios son muy contados. Tan pocos que se vuelven la nota alegre. Como la Isabel o el Cristóbal hay otras efigies que permanecen vandalizadas y que hasta la publicación de esta nota honran el silencio paceño bajo grafittis, pintura y caca de paloma.

No doy mérito a las publicaciones en redes sociales (como ciertamente lo es esta) porque lo hacen (hacemos) desde un lugar virtual. Público y cómodo, pero virtual. Y el doce de octubre se intervino en estatuas de piedra, con pintura, con ropa de chola, desde la incomodidad. Es mucho más de lo que se puede decir de la gente que gastó bytes en su publicación de Feis indignándose por una ciudad que no cuida. Buen contrapunto habría sido la intervención ciudadana ayudando a limpiar ambas estatuas, para las que se guardan caldeadas emociones y reacciones cuando de defenderlas con letras se trata. No es así al momento del aseo o del cuidado.

Ese doce de octubre de 2020 fue el primer cumpleaños de la Isabel, con pollera y sombrero de los que todos los paceños deberíamos apropiarnos, aún más que del mármol o la piedra.

domingo, 9 de agosto de 2020

ROUSELIN JAUNE

 

Bill Evans - All mine (minha)

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación. Era un lunes cobarde en la Rue de Verneui. Ella estaba parada al lado de la estufa negra pasando las páginas de un tomo anticuado hasta que una página la hizo sonreír. Llevaba un abrigo amarillo y grande. Sus dedos de gamuza siseaban como serpientes al pasar por las tapas. Guardó el libro y se fue sin despedirse.

Una semana y un martes después, la campanilla no sonó pero ella ya estaba adentro, empapada, mojando clientes y mostradores. Caminaba sin pisar las líneas de las tablas, como las gacelas que escapan de puntitas. Le susurró no sé qué cosas a Monsieur Toussaint y el viejo de madera reía con los brazos abiertos, ignorando feliz a su esposa.

Otra semana y un miércoles, mientras limpiaba estantes llenos de diccionarios, ella llegó a la librería y le entregó a Madame Toussaint un pomo de latón rojo. Madame sacó un libro pequeño envuelto en papel cebolla y se lo entregó mientras le decía algo que la hizo reír. Se despidió con dos chasquidos de su lengua y el revuelo de su abrigo.

Anoche llegó exclusivamente para jugar con Toulouse y el gato le hacía caso: le lamía las puntas de los dedos y el condenado se paraba imitándola. Pronto ambos estaban boxeando, golpeándose con patitas peludas de garras ocultas. Era como si estuviera frente a un espejo que le devolvía su reflejo felino.

Volvió esta mañana. Fue directo a los estantes e inclinó filas de libros desde la parte superior del lomo, sólo un poco, para ver adentro de los muebles, buscando algo del lado de las hojas.

— Es bonita ¿verdad?

— Madame Toussaint. No madame. Pensé que era una conocida pero no.

— ¿Sabes que ella es una gitana?

— Madame no veo cómo se relaciona esto conmigo. Yo no...

— Bueno, era una gitana cuando era niña. En realidad es una odalisca. Todos saben que vive de bailar para hombres en el Rouselin Jaune. Para los que pagan claro. ¿Quieres terminar ahí para que te dejen más limpio que los pisos que no barres?

— No, yo no sé Madame. Yo sólo soy un empleado.

— Sólo digo. No debería entrometerme.

Cuando estuve seguro de que Madame se fue la volví a buscar. Metió el brazo en el fondo de un estate y sacó un pedazo de tela roja doblada con las cuatro esquinas hacia el centro como los nenúfares. Lo sostuvo en sus palmas como un pájaro herido. Se despidió desde la puerta gesticulando sus ojos enormes, y Madame le devolvió una sonrisa con un gesto de los dedos que conjugaba amabilidad con destreza. Pero cuando ella se fue la sonrisa de Madame se desarmó y giró los ojos hacia mí, como si supiera que las veía a ambas. A una más que a la otra.

Las horas de la limpieza y el orden en la librería las ocupaba convenciéndome de que sabía dónde podría estar. A unos bloques tomando café. Apoyada en las barandas de otro puente. Incluso repasando los estantes de otra librería donde también encuentra telas escondidas. Aunque me convenciera de ser un adivino, cada día era igual: limpiar pelusas, sacudir polvo, vender libros. Hasta la noche que volviendo a mi piso de la Rue de Cherche-Midi la vi bailando en el Pont des Arts, a mitad de la calle, colgada de un tipo alto y bien peinado que la sujetaba de la cintura con una sola vuelta de sus brazos gigantes. Quizás lo que todos saben es cierto, y ese era uno de sus clientes del Rouselin Jaune. Quizás todos saben lo que quieren saber y los secretos no son secretos más que para los que no los buscamos.

Desde entonces todas las cosas siguieron pasando. El río seguía a su curso. Las embarcaciones los contracorrientaban a ambos. Los árboles del parque crecían cerca del puentecito sobre el ferrocarril. Abría la librería de Monsieur Toussaint en las tardes luego del almuerzo. Cargaba la maleta con listas de libros que no eran para mí y lápices con puntas afiladas sin usar. Comía hamburgers con papas fritas en el Carrefour de l’Odéon. Frente a mi mesa dos soledades se juntaban sin cita previa y salían de la mano intercalando aceras. Y cada noche caminaba con el curso del río, sin contradecir nada, preguntándome si talvez esa chica que se acerca a lo lejos sea ella. Pensando que a pesar del abrigo amarillo y las manos enguantadas no tiene necesariamente que ser ella. Rezando con las manos en los bolsillos porque sus tacones de gacela no se acerquen a mí.

— Usted es el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil, ¿verdad?

Yo era el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil. También era el muchacho que la siguió una tarde y la perdió para siempre entre la gente del Chatelet. Era el que trataba de adivinar sus visitas y se peinaba y perfumaba a tono con predicciones que no se cumplían. Era el que la noche anterior gastó medio sueldo en un ticket del Rouselin Jaune para entrar a buscarla entre las chicas, sin éxito, más pobre pero más contento.

— Soy yo Mademoiselle. Gerard, sí, para servirla.

— Gerard me apena mucho, pero debo pedirle un alto favor.

Sacó una pluma de su bolsillo. Larga, gris y con motas negras de leopardo. No era una pluma de las que uno encontraría en las sillas del parque. Era pesada y tibia. De un ave que no conocía las ciudades ni los postes.

—Un señor muy alto visitará a Monsieur Toussaint pronto para comprar un libro en español. Cuando lo haga ¿podría poner esta pluma en medio de las hojas?

— Por supuesto.

Abrió su bolso, supuse que en el afán de pagarme por un favor que comedidamente haría mil veces, sin pluma, sin señor muy alto y sin Monsieur Toussaint.

— No es necesario Mademoiselle, por favor, será un gusto ayudarla.

Sacó una caja vacía de Gauloises, la volteó y dejó en mi mano una nuez. Me sonrió antes de irse.

Dos semanas después el destinatario llegó a la librería. Alto, envuelto en una canadiense, con el cabello negro y abundante peinado a un lado. Habló con Monsieur Toussaint y Monsieur no perdió el tiempo. Me hizo un gesto con la mano y gritó el nombre del libro y el número del estante. Un libro en español.

Revisé el tomo. Avances Epistemológicos de Calero, tapas plomas y antiguas, cocidas hace varios años, en español. Mientras conversaba con Monsieur Toussaint, yo envolvía el libro en pliegues de papel cebolla, apretando las esquinas para que queden dobladas y puntiagudas. Le di el paquete al cliente. Me agradeció sin mirarme, puso el libro en un bolsillo y se fue sacando una pipa. Monsieur Toussaint ya estaba ocupado anotando la compra. A través del vidrio de la puerta vi a ese señor alto alejarse mirando el río.

Ella llegó de noche, antes de cerrar la tienda, mientras yo apagaba la estufa.

— Gerard. ¿Vino? ¿Pudo cumplir mi encargo?

Monsieur Toussaint tenía un hijo en el otro lado de París y cada semana les mandaba dinero a él y a la madre. Madame Toussaint ignoraba esto y pasaba el tedio de las tardes sin chismes tomando dos pastillas de un pomo de latón rojo. Un muchacho viene y deja una carta en un libro. Una muchacha viene y la recoge. La pluma seguía en mi maleta, en medio de las hojas de una novela olvidable.

— Claro que sí Mademoiselle.

— Es muy amable Gerard.

Madame Toussaint, una mujer bailando sin nombre, la soledad de un piso en la Rue de Cherche-Midi o una chica que saca una nuez de una cajetilla de Gauloises. A la vida no la enseña nadie. Pero un día llega la fortuna, se apoya en un estante de libros, enciende un cigarrillo y pretende ignorarnos.

— Gerard ¿cómo cree que me llamo? Acaso sería una desconocida más, pero nunca me preguntó mi nombre.

Por eso es sencillamente necesario saltar al vacío con los ojos cerrados, lanzar los dados, apuntar y tirar un dardo, o limpiar una librería vieja todos los días hasta que la fortuna deje de fumar y sonría. Porque tiene una bolsa de magia, y lo que tiene adentro de la bolsa puede cambiar la vida.

— Tu nombre es Rouselin.

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación.


lunes, 20 de julio de 2020

JAIME SAENZ: VIDA, MUERTE Y MITO


La Paz, Septiembre 2018

Buenas tardes a todos. En primer orden está un agradecimiento al grupo Nexos Bolivia por la iniciativa. En segundo orden una disculpa por mi ausencia. Para este evento me permití redactar algunos puntos respecto a la vida del autor, al mito construido por todos y propiciado por él mismo, y a su muerte y las circunstancias que la rodearon, y que finalmente los reunió a todos ustedes en ese lugar. De alguna manera, conocer profundamente a la persona aniquila al autor, aleja al lector de la raíz de su obra, pero ayuda también a colocar sus ideas y conceptos en su justo lugar, ajenos a misticismos innecesarios y autofagos que al final alejan a la obra del lector. Aclaro que nada de esta investigación fue mía; me limité a reunir información de diferentes lugares, personas, medios escritos y audiovisuales, y a darles una forma que permita acercarnos a la persona asombrosa y creativa que fue don Jaime. No los demoro más.


VIDA
Jaime Sáenz Guzmán, nació un 8 de octubre de 1921 en la ciudad de La Paz. Acorde a datos de Sergio Suárez Figueroa, su abuelo fue el coronel Andrés Guzmán de Achá, héroe de la batalla de Alto de la Alianza en Chile, y que fue acusado de haber asesinado al ex presidente de la república General don Hilarión Daza, cargos de los que fuera absuelto por la Corte Suprema de Justicia.
Es un hecho conocido que Jaime Sáenz vivió una temporada en Alemania, consecuencia de un intercambio de estudiantes promovido por el ministro de las juventudes Baldur Von Schirach, ahora preso en Spandau como criminal de guerra nazi. Formó parte de las juventudes nazis y tuvo su formación de bachiller en el país germano.
El año 1944 se casa con Érika Kessberg, nacida en Alemania, relación que encontrara su fin al recibir don Jaime de regalo un cachorro de tigre. En su semblanza “Artista”, Suárez evoca los cruces entre la esposa y el poeta respecto al animal, por el cual don Jaime sentía fascinación y desafío, cruces que encontraron fin cuando el año 1947 nació Yourlaine, hija del matrimonio, y que devino en el retorno de Érika a Alemania. En “Breviario”, Álvaro Diez Astete cuenta como presa de la depresión, Jaime Sáenz intentó suicidarse cortándose las venas, siendo auxiliado únicamente por la tía Esther y por Silvia Mercedes Ávila, quien entonces contaba apenas diez años. En los años ochenta, siendo adulta, Yourlaine mantuvo intercambio postal con su padre hasta el fallecimiento de este en 1986. Hoy en día, Enrico Saenz, nieto de don Jaime, radica en Alemania y se dedica a la composición de piezas sinfónicas inspiradas en la obra de su abuelo.
Edgar Ávila Echazú, en su semblanza “Lugar” describe los diferentes cuartos en los que don Jaime instaló los Talleres Krupp, en los que se dedicaba a la labor de relojería y en los que escribía. Lo hace con la precisión y detalle empleados por el mismo Saenz en Felipe Delgado para describir el dormitorio de su personaje. Entre la casa del Bosque de Bolognia, Achumani, Miraflores y el callejón de la Muñoz Reyes, Edgar Ávila recuerda los mapas de la ciudad, el pizarrón donde don Jaime anotaba las preocupaciones del diario vivir, sobres misteriosos guardados en celosos cajones, una mesa para escribir a máquina y otra más pequeña con una máquina portátil, álbumes, un tocadiscos, un gramófono. Entre los muebles recuerda un escritorio viejo siempre lleno de papeles, archivadores y hojas, una mesita redonda donde jugar cacho y recibir a las visitas, cuatro sillas, una mesita de luz, unos anaqueles y el reloj de péndulo flanqueado por pastores. Entre las fotografías que colgaban de la pared, menciona los retratos del mismo Saenz, Bach, Branz, Strauss, Músorgski y Ravel, fotos de Franz Tamayo, Gustav Jung y Hitler. Fue justamente en el callejón de la calle Muñoz Reyes, ese hogar con una reminiscencia a las casas alemanas de los años treinta, donde don Jaime trabajó en “El Escalpelo”, “Muerte por el tacto”, “Aniversario de una visión” y “Visitante profundo”.
Parte del anecdotario que conformaba el relacionarse con Jaime Sáenz, era el acercamiento que este tenía con los muertos. Rolando Costa Arduz relataba en “Proximidad” como don Jaime lo acompañaba a las autopsias y levantamiento de cadáveres, con una complicidad silenciosa a la vez que ceremonial. Tal el caso, del levantamiento de un jardinero que al no poder conciliar la vida con un crimen cometido en el sopor del alcohol decidió ahorcarse, quedando colgado de una viga por una soga. Al terminar la inspección, el doctor Costa relató que al decirle a Jaime que el acto forense había terminado, este replicó en voz grave y profunda “Entonces sanseacabó”, frase que al concluir rompió la soga del ahorcado, haciendo que el cadáver caiga sobre un oficial policial que huyó despavorido. Oscar Soria contó en “Historias” cómo un día apareció en su casa con un pie humano, con el que previamente había alarmado a otras amistades que lo recibieron en visita. Fue la señora esposa de Oscar quien lo disuadió de seguir su paseo con el pie, advirtiéndole de la cadaverina, sustancia contenida en los cuerpos muertos y que podía matar a un adulto al entrar en simple contacto con su sangre.
MITO
El mito de Jaime Sáenz se encuentra compuesto por tres elementos principales: el alcohol, la noche y la muerte. Éstos fueron construidos y moldeados en el imaginario colectivo como ingredientes de un autor maldito en la historia de La Paz, y en ese ámbito de secretismo y fatalidad, ejercieron y ejercen una magnética atracción en todos los que se acercan por primera vez a don Jaime. El referido mito, que puede ser hasta inocente pues fue propiciado muchas veces por el mismo autor, cubre con niebla el verdadero fondo de su obra, las verdades a las que aspiraba don Jaime, y pasan de material de construcción a ser simples banderas más cercanas a la postura o el personaje.
Alcohol: Alfonso Barrero resaltó que la bebida no influía en el proceso de escritura de don Jaime. Se dedicaba por completo a escribir, o por completo a beber, pero nunca en el sentido romántico del autor que debe embriagarse para componer. Sus épocas más fructíferas estaban marcadas por una sobriedad decidida y rubicunda, que le costó muchos dolores también. “O bebo o escribo”, le dijo entonces a Álvaro Diez. Así, el alcohol no es un medio para lograr la embriaguez, sino para tocar una lucidez exacerbada, un momento de desinhibición en el que se entiende el mundo. Y del que también se debe retornar, como dice el libro “La Noche”, que no es un destino, es un atisbo de genialidad ritual.
La Noche: Se planteó como el escenario de su obra, pero Mónica Velásquez nos indica que debe entenderse como un concepto, como la otra noche, a la que se accede por el amor, por el alcohol, por la vivencia. Para Edgar Ávila, la fascinación de don Jaime con la noche viene del profundo conocimiento que tenía sobre lo que en Bolivia representa lo extraordinario y singular, el enigma, espacio en el que el autor se sentía a gusto. Evocaba las caminatas nocturnas bajo la lluvia de La Paz, en las que Jaime podía citar a los personajes y espacios que conformaban ese misterio: aparapitas, borrachos, layqas, y otros.
Muerte: Mónica Velásquez hizo una necesaria distinción en el abordaje de la muerte hecha por don Jaime. Hace un paso entre la muerte a los muertos, y de ahí al yo muerto. Cuestiona el concepto de muerte, en la obligación de aprender a vivir para merecer morir, una muerte propia. Este es un camino que no trata la muerte literal, sino un aprendizaje para entender la muerte. El mismo don Jaime la maneja como una idea abstracta, como lo hace en “La Noche”, en la que la voz del poema entiende que está muriendo a través del olor de su cuerpo en descomposición, y afronta a la muerte con la que todos tratamos.
MUERTE
Jaime Sáenz murió el 16 de agosto de 1986, aquejado por los males que en vida medraron en su salud y que a la larga lo llevaron al hospital durante ese fatídico año. Del diario de Carlos Rivera, médico y amigo de don Jaime, se rescatan los días previos a su desenlace, en los que se cuenta como don Jaime se encontraba inconsciente, auxiliado en los dolores de la ansiedad por algunos sorbos de alcohol que le eran suministrados. Padecía una broncopulmonía lateral,
Blanca Wietüchter, en “Cuerpo”, cuenta que meses antes de su deceso había sido diagnosticado con más de siete enfermedades. Se encontraba en estado comatoso, tiempo durante el cual fue diagnosticado, y permaneció interno en el Hospital Broncopulmonar hasta que recuperó la conciencia, momento en el que abandonó el hospital presuroso y alarmado, despotricando contra la junta médica que lo había evaluado.
Ese día lloviznaba en el Cementerio General. Álvaro Diez Astete contaba que no se tenían cuerdas para descender el ataúd, por lo que junto a Nestro Agramont tuvieron que meterse a la fosa y recibir el cofre con las manos.
Al momento de su entierro, juran los asistentes que entre la tierra apaleada para cubrir el ataúd, saltó un reloj, sino fatídico que marcara la afición del difunto y que hacía una aparición final en esas sus horas últimas.
Del texto “Jaime” escrito por doña Esther Guzmán Vda. de Ufenast, rescatamos las últimas palabras que le diera el autor a su tía: “En sus últimos días me dijo: Qué te dejo... dinero, sabes que no hay dinero. Mi obra nomás se queda contigo."

(leído por el autor en octubre de 2018, Cementerio General, La Paz - Bolivia)