domingo, 9 de agosto de 2020

ROUSELIN JAUNE

 

Bill Evans - All mine (minha)

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación. Era un lunes cobarde en la Rue de Verneui. Ella estaba parada al lado de la estufa negra pasando las páginas de un tomo anticuado hasta que una página la hizo sonreír. Llevaba un abrigo amarillo y grande. Sus dedos de gamuza siseaban como serpientes al pasar por las tapas. Guardó el libro y se fue sin despedirse.

Una semana y un martes después, la campanilla no sonó pero ella ya estaba adentro, empapada, mojando clientes y mostradores. Caminaba sin pisar las líneas de las tablas, como las gacelas que escapan de puntitas. Le susurró no sé qué cosas a Monsieur Toussaint y el viejo de madera reía con los brazos abiertos, ignorando feliz a su esposa.

Otra semana y un miércoles, mientras limpiaba estantes llenos de diccionarios, ella llegó a la librería y le entregó a Madame Toussaint un pomo de latón rojo. Madame sacó un libro pequeño envuelto en papel cebolla y se lo entregó mientras le decía algo que la hizo reír. Se despidió con dos chasquidos de su lengua y el revuelo de su abrigo.

Anoche llegó exclusivamente para jugar con Toulouse y el gato le hacía caso: le lamía las puntas de los dedos y el condenado se paraba imitándola. Pronto ambos estaban boxeando, golpeándose con patitas peludas de garras ocultas. Era como si estuviera frente a un espejo que le devolvía su reflejo felino.

Volvió esta mañana. Fue directo a los estantes e inclinó filas de libros desde la parte superior del lomo, sólo un poco, para ver adentro de los muebles, buscando algo del lado de las hojas.

— Es bonita ¿verdad?

— Madame Toussaint. No madame. Pensé que era una conocida pero no.

— ¿Sabes que ella es una gitana?

— Madame no veo cómo se relaciona esto conmigo. Yo no...

— Bueno, era una gitana cuando era niña. En realidad es una odalisca. Todos saben que vive de bailar para hombres en el Rouselin Jaune. Para los que pagan claro. ¿Quieres terminar ahí para que te dejen más limpio que los pisos que no barres?

— No, yo no sé Madame. Yo sólo soy un empleado.

— Sólo digo. No debería entrometerme.

Cuando estuve seguro de que Madame se fue la volví a buscar. Metió el brazo en el fondo de un estate y sacó un pedazo de tela roja doblada con las cuatro esquinas hacia el centro como los nenúfares. Lo sostuvo en sus palmas como un pájaro herido. Se despidió desde la puerta gesticulando sus ojos enormes, y Madame le devolvió una sonrisa con un gesto de los dedos que conjugaba amabilidad con destreza. Pero cuando ella se fue la sonrisa de Madame se desarmó y giró los ojos hacia mí, como si supiera que las veía a ambas. A una más que a la otra.

Las horas de la limpieza y el orden en la librería las ocupaba convenciéndome de que sabía dónde podría estar. A unos bloques tomando café. Apoyada en las barandas de otro puente. Incluso repasando los estantes de otra librería donde también encuentra telas escondidas. Aunque me convenciera de ser un adivino, cada día era igual: limpiar pelusas, sacudir polvo, vender libros. Hasta la noche que volviendo a mi piso de la Rue de Cherche-Midi la vi bailando en el Pont des Arts, a mitad de la calle, colgada de un tipo alto y bien peinado que la sujetaba de la cintura con una sola vuelta de sus brazos gigantes. Quizás lo que todos saben es cierto, y ese era uno de sus clientes del Rouselin Jaune. Quizás todos saben lo que quieren saber y los secretos no son secretos más que para los que no los buscamos.

Desde entonces todas las cosas siguieron pasando. El río seguía a su curso. Las embarcaciones los contracorrientaban a ambos. Los árboles del parque crecían cerca del puentecito sobre el ferrocarril. Abría la librería de Monsieur Toussaint en las tardes luego del almuerzo. Cargaba la maleta con listas de libros que no eran para mí y lápices con puntas afiladas sin usar. Comía hamburgers con papas fritas en el Carrefour de l’Odéon. Frente a mi mesa dos soledades se juntaban sin cita previa y salían de la mano intercalando aceras. Y cada noche caminaba con el curso del río, sin contradecir nada, preguntándome si talvez esa chica que se acerca a lo lejos sea ella. Pensando que a pesar del abrigo amarillo y las manos enguantadas no tiene necesariamente que ser ella. Rezando con las manos en los bolsillos porque sus tacones de gacela no se acerquen a mí.

— Usted es el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil, ¿verdad?

Yo era el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil. También era el muchacho que la siguió una tarde y la perdió para siempre entre la gente del Chatelet. Era el que trataba de adivinar sus visitas y se peinaba y perfumaba a tono con predicciones que no se cumplían. Era el que la noche anterior gastó medio sueldo en un ticket del Rouselin Jaune para entrar a buscarla entre las chicas, sin éxito, más pobre pero más contento.

— Soy yo Mademoiselle. Gerard, sí, para servirla.

— Gerard me apena mucho, pero debo pedirle un alto favor.

Sacó una pluma de su bolsillo. Larga, gris y con motas negras de leopardo. No era una pluma de las que uno encontraría en las sillas del parque. Era pesada y tibia. De un ave que no conocía las ciudades ni los postes.

—Un señor muy alto visitará a Monsieur Toussaint pronto para comprar un libro en español. Cuando lo haga ¿podría poner esta pluma en medio de las hojas?

— Por supuesto.

Abrió su bolso, supuse que en el afán de pagarme por un favor que comedidamente haría mil veces, sin pluma, sin señor muy alto y sin Monsieur Toussaint.

— No es necesario Mademoiselle, por favor, será un gusto ayudarla.

Sacó una caja vacía de Gauloises, la volteó y dejó en mi mano una nuez. Me sonrió antes de irse.

Dos semanas después el destinatario llegó a la librería. Alto, envuelto en una canadiense, con el cabello negro y abundante peinado a un lado. Habló con Monsieur Toussaint y Monsieur no perdió el tiempo. Me hizo un gesto con la mano y gritó el nombre del libro y el número del estante. Un libro en español.

Revisé el tomo. Avances Epistemológicos de Calero, tapas plomas y antiguas, cocidas hace varios años, en español. Mientras conversaba con Monsieur Toussaint, yo envolvía el libro en pliegues de papel cebolla, apretando las esquinas para que queden dobladas y puntiagudas. Le di el paquete al cliente. Me agradeció sin mirarme, puso el libro en un bolsillo y se fue sacando una pipa. Monsieur Toussaint ya estaba ocupado anotando la compra. A través del vidrio de la puerta vi a ese señor alto alejarse mirando el río.

Ella llegó de noche, antes de cerrar la tienda, mientras yo apagaba la estufa.

— Gerard. ¿Vino? ¿Pudo cumplir mi encargo?

Monsieur Toussaint tenía un hijo en el otro lado de París y cada semana les mandaba dinero a él y a la madre. Madame Toussaint ignoraba esto y pasaba el tedio de las tardes sin chismes tomando dos pastillas de un pomo de latón rojo. Un muchacho viene y deja una carta en un libro. Una muchacha viene y la recoge. La pluma seguía en mi maleta, en medio de las hojas de una novela olvidable.

— Claro que sí Mademoiselle.

— Es muy amable Gerard.

Madame Toussaint, una mujer bailando sin nombre, la soledad de un piso en la Rue de Cherche-Midi o una chica que saca una nuez de una cajetilla de Gauloises. A la vida no la enseña nadie. Pero un día llega la fortuna, se apoya en un estante de libros, enciende un cigarrillo y pretende ignorarnos.

— Gerard ¿cómo cree que me llamo? Acaso sería una desconocida más, pero nunca me preguntó mi nombre.

Por eso es sencillamente necesario saltar al vacío con los ojos cerrados, lanzar los dados, apuntar y tirar un dardo, o limpiar una librería vieja todos los días hasta que la fortuna deje de fumar y sonría. Porque tiene una bolsa de magia, y lo que tiene adentro de la bolsa puede cambiar la vida.

— Tu nombre es Rouselin.

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación.