jueves, 29 de abril de 2021

EL ARREGLISTA

 


“¡Marcelo Requena!” Tenía que gritar fuerte. Quería que todos los vecinos salgan a la calle de noche y escuchen a don Hilario, el maestro bordador. “Tienes veinticuatro horas para devolverme la morenada que me has robado. Sino – observó a los hombres que lo acompañaban – voy a destrozar tu taller y tu casa.” La cortina del piso de arriba se abrió un poco, y pudo ver el rostro de la madre asomar desde la oscuridad de los ladrillos. Su esposa le dijo que no se olvide de amenazarlo antes de irse, así que repitió la única amenaza que alguien, su madre, le había dicho: “Te estoy diciendo”.

 

Eso pasó el día anterior. Ahora don Hilario está nuevamente afuera de la casa de doña Jacinta Colque, la mamá del Marcelo. La calle empedrada está iluminada con el tenue naranja de las luminarias. Detrás de él están cuatro trombonistas, cinco platilleros, cuatro trompetistas, seis bombistas y tres tuberos, todos aspirantes a una banda de bronces y capaces de hacer cualquier cosa para quedar bien con don Hilario. Pero esta noche no trajeron sus instrumentos. Están armados con palos, tubos de fierro y cuchillos. Uno de los tuberos tiene un fierro largo y pesado apoyado en el hombro. Vinieron para darle espalda a don Hilario, y que amenaza no sea solo palabras.

 

—Cómo es Marcelo. No te hagas maltratar. Dónde está mi morenada.

 

A menos que el Marcelo salga y les entregue la morenada que compuso, el plan del maestro bordador era tumbar la puerta y revolver todo hasta encontrar el cuaderno de composiciones. Ahí estaba la morenada que los pasantes querían comprar para esta entrada. “Que no se haga al tony. Si no fuera por mí, este chango ni siquiera hubiera conocido a los pasantes – pensó don Hilario mientras oía a los autos acercarse y dar la vuelta al ver la calle ocupada por el comerciante y su banda– Lo que se vende en mi tienda es mío, y yo nomas tengo que cobrar. No importa nada más carajo”.

 

Con un ruido de latón arrastrándose por la tierra, el garaje de doña Jacinta se abrió y salió el Marcelo. Vestía traje negro formal, camisa blanca y corbata oscura. Llevaba tenis blancos con línea roja, muy finos. “Pero usados” pensó don Hilario. Bajo el brazo llevaba un bulto envuelto en un pañuelo negro.  

 

—Más bien chango. Mira toda la tontera que has hecho armar. Ya. Devolveme la morenada de los pasantes.

—Te voy a dar tu morenada – le dijo el muchacho vestido como si fuera a una entrada – pero de oído.

 

El Marcelo desenvolvió el bulto de su pañuelo. Era la trompeta dorada, que su papá tocaba en vida. En ese momento don Hilario se arrepintió de haberle dado pega en su tienda de trajes a este chango. Todo por si maldito talento para componer morenadas

 

—Qué pasa pues Chelo. Sin motivo tus huevadas. Ya. – hizo un gesto con la mano – Escúchenlo y acuérdense bien. Esta misma noche van a ir a mi casa a grabar.

 

“Y mañana yo voy a ir a cobrar”. Envalentonado por la victoria sencilla, don Hilario sonrió pensando que igual iban a entrar por el garaje a reventar sus mierdas de esta gente. Para dejarle claro a este chango que con él que era mejor no joder. Se imaginó a la mamá del Marcelo, escuchando cómo destruían la casa desde el cuarto de arriba sin poder levantarse de la cama. Los cuatro trompetistas caminaron hasta el frente del grupo y se cruzaron de brazos para ver tocar a este muchacho de cabello corto que estaba arrinconado y sin salida. Eran los más jóvenes, y también los más alevosos.

 

—Si tiemblas no vas a tocar bien. Calmate chango – le dijo uno de los trompetistas.

 

El primero en reír fue don Hilario, con su risa de moreno que hacía eco entre las casas de ladrillo de esa estrecha callecita de la ladera. Luego rieron los demás cuando vieron que era seguro reírse con el jefe. El Marcelo guardó el pañuelo en su bolsillo, pasó los dedos de la mano derecha por las anillas de la trompeta y la levantó, pero no se la llevó a los labios. La estrelló de un puñetazo contra la cara del chico que lo había insultado. Apenas pudieron escuchar el crack de la nariz y el gritito ahogado del trompetista cuando Don Hilario escupió sílaba por sílaba: “Hi-jo-de-pu-ta”.

 

Nadie esperó la instrucción del maestro bordador. Todos corrieron contra el Marcelo. Eran una masa de gritos y rabia con brazos de madera, metal y filo ansiosos de golpear o cortar. El Marcelo corrió a embestirlos pero antes de que los dos tuberos más grandes lo aplasten se metió entre ambos y al salir estiró el brazo de la trompeta y golpeo al de la derecha en la nuca. El gordo se tambaleó, dio tres pasos torpes y cayó al suelo inmóvil. Los demás voltearon inmediatamente hacia el Marcelo, más emputados al ver al muchacho flaco y sudoroso mirarlos. No esperó a que lo ataquen. Corrió de vuelta, dio un brinco y cayó con un trompetazo en la cara del que estaba más lejos del grupo, que se quiso cubrir pero el peso lo empujo al suelo. Aprovechando que estaba de espaldas, los demás lo golpearon en la espalda con los palos y los fierros, pero al voltear el muchacho metió sus dedos en los ojos de otro tipo, hasta adentro, hasta que sintió sus párpados cerrarle las uñas.

 

— ¡Mis ojos! ¡Carajo!

— ¡Pero agarrale pues a ese cojudo!

 

Quiso avanzar para no quedarse quieto y recibió más golpes. Uno de los bombistas lo golpeó en la canilla con su tubo viejo. El Marcelo se torció en el aire y cayó sobre una rodilla. Otra vez los golpearon en la espalda. Otros se avivaron y lo golpearon en la otra rodilla. Mientras oía los gritos y los golpes, Don Hilario tanteaba en sus bolsillos, separando la billetera de la basura y las llaves, mientras daba pasitos lentos en reversa y se sentía más gordo que nunca. “¿Qué siempre le pasa este llokalla?” Ahí encontró la pistola recién comprada, cargada, con el seguro puesto, esperando a que su dueño la saque para amenazar a Marcelo si la cosa se ponía fea. Y las cosas se estaban poniendo feas.

 

Un bombero no esperó para medir su golpe. Vio a su víctima herida y con el sadismo con que golpea el cuero de su instrumento le dio con uno de los palos en la cabeza. Todos se callarlo. Por sus gemidos y su respiración, el maestro bordador se dio cuenta que el Marcelo estaba llorando.

 

— ¿Qué es eso gran puta? ¿Estás llorando?

 

Se quedó de cuatro en el suelo, casi pecho tierra, mientras lo pateaban. Pero el muchacho estiró un brazo y con la trompeta le dio a un bandista en las bolas. Este se dobló sobre sí mismo y luego recibió otro golpe de trompeta en la cara que le destrozó la nariz y los dientes, pero fue suficiente para el único milagro de esa noche: que el Marcelo se levante como un rayo y empiece a golpear a los golpeadores. Apuntaba a la cara para que se queden quietos. Logró golpear a dos lentos, que se caían al suelo con las manos en la nariz rota y brotando sangre, pero los demás lo seguían rodeando. Le lanzó una patada al estómago del último tubero en pie y le dio un rodillazo en la cara, mientras se daba la vuelta y le daba un trompetazo en la cara a otro de los hombres de don Hilario. Sintió en las manos un dolor como si lo hubieran agarrado con tenazas heladas. Los demás vieron al muchacho esforzándose por respirar y casi rendido, y lo sujetaron entre dos, y le quitaron el metal con ridícula facilidad, y lo golpearon en el estómago. Pero el Marcelo no estaba cansado: mientras lo golpeaban se liberó un brazo, le quitó a uno su tubo de canilla y los golpeó a los dos en el centro de la cara. Se cayeron como sacos de basura mirando al suelo mientras a su alrededor crecía un charco rojo. La camisa del Marcelo tenía manchas escarlata por el cuello y el pecho. Al que lo quería sujetar de atrás le dio un codazo tan fuerte que le hundió la nariz. Igual al que lo quiso agarrar del otro lado. Un gordo lo sujetó por la panza y lo levantó, como un abrazo macabro, pero el Marcelo le dio tres codazos seguidos y ambos cayeron al suelo. Pero el Marcelo cayó de pie. Levantó los ojos y vio a los diez matones que seguían de pie, junto a don Hilario. El Marcelo miró directamente hacia el maestro bordador, ignorando a las otras siluetas que agarraban sus palos como si fueran banderas, y don Hilario se sintió enojado por primera vez. Este chango lo estaba provocando.

 

— ¡Qué esperan carajo! ¡Sáquenle su puta!

 

Tres hombres corrieron calle abajo. Saltando a oscuras entre los cuerpos tumbados de los demás. Parecía que eso iba a ser todo, pero el Marcelo corrió hacia ellos. Aunque acababa de gritar y aún sentía la rabia caliente en la garganta, don Hilario siguió caminando hacia atrás. Los siete matones fueron hacia adelante, levantando piedras del camino para pelearse. Pero el Marcelo también se agachó, y en dos pasos alzó una piedra y la lanzó a la cara de uno de los bandistas, que se cayó en seco hacia adelante y con su cabeza hacia atrás. “Mierda, mierda, mierda” pensaba don Hilario, a quien la rabia le duró poco. Fue dura y quemaba, pero ahora era más real. Pensó que esa noche él iba a ser la amenaza y se iba a llevar su morenada, pero el Marcelo los estaba rompiendo uno a uno. Ahora que lo veía con calma, el Marcelo agarraba a uno del cuello y lo golpeaba con una piedra en la frente, dos, tres veces, hasta que el hombre cayó como un maniquí al suelo. Entre los demás se acercaron para lincharlo con sus garrotes pero el muchacho seguía siendo rápido. Se movía entre ellos con pequeños brincos y sin parar, pero al menos ahora no los agarraría a golpes. Fue corriendo al otro extremo de la calle y del suelo levantó su trompeta. Marcelo presionó los pistones con los dedos y todos escucharon el sonido chirriante de los metales doblados. Luego sujetó el metal dorado y manchado con la sangre de todos esos hombres y lo levantó apuntando a don Hilario y a los cinco hombres que lo acompañaban. Pero estos corrieron dejando al maestro bordador solo y rodeado de hombres desmayados o golpeados. Y algunos más que permanecían boca abajo, con los brazos en posiciones extrañas y que se rodeaban lentamente de un líquido oscuro. Don Hilario estaba nuevamente sólo frente al Marcelo, por primera vez desde que le dijo al muchacho que la morenada que habían vendido a los pasantes era de su propiedad y de nadie más.

 

Don Hilario comenzó a correr por donde vino. Dos calles al fondo y una más abajo esperaban tres radiotaxis para llevar a la banda de bronces cuando vuelvan victoriosos. Ahora solo volvía un hombre, corriendo apenas por el empedrado con una pistola sin usar en el bolsillo. Mientras escapaba, el maestro bordador venció el miedo de caerse y volteó sólo un poco para mirar detrás de sí, esperando ver al Marcelo en la farola anaranjada de su casa. Pero lo que vio fue la trompeta acercándose rápidamente a su rostro. Cayó mal, de panza, revolviendo todos sus órganos y lastimándose de paso. El Marcelo no perdió el tiempo: se arrodilló sobre la espalda del gordo, le levantó el brazo derecho hacia atrás y le sujetó la mano con el brazo, luego tomó su dedo índice y lo dobló en sentido contrario con fuerza hasta romperlo. Don Hilario gritó de dolor, sin importarle que lo escuchen los vecinos o quien camine por esa ladera de noche, lanzó con fuerza un grito pelado que se perdía de noche. El Marcelo procedió con el dedo del medio y con el anular.

 

— ¡Por favor no Marcelo! ¡Por favor no! ¡Lo dejamos así y ya no te molesto más! ¡Por mis hijos! ¡Para por favor!

 

Pero el Marcelo extendió la mano de dedos rotos hacia el cielo, puso todo su peso en la rodilla y empezó a torcer el brazo hacia afuera, con fuerza. Don Hilario sintió como su mano se adormecía poco a poco, y si bien ya no sentía tanto el dolor de sus dedos, otro dolor empezaba en su hombro, como un dolor de muelas pero extendiéndose hacia su pecho. Luego ambos hombres escucharon el crujido, y el maestro bordador se quedó boca abajo, con el brazo flácido reposando a un lado de él.

 

El pabellón de la trompeta estaba torcido como una campana apaleada a martillazos. Como el Marcelo no sabía pelear pero sí dar golpes, sus nudillos y sus dedos tenían heridas. El nudillo del centro de su mano izquierda estaba hundido. Su terno estaba roto en las rodillas y los codos. Era un manojo de tierra, saliva, polvo, sangre ajena y propia. Miró a Don Hilario una vez más. El maestro bordador se retorcía de rabia y dolor, mientras el muchacho se alejaba sujetando la trompeta abollada. Su mano izquierda sentía la tierra y las piedras meterse en sus uñas y lastimarlo, y su otro brazo inútil y torcido dolía con cada movimiento. Pero lo que más le dolía era que el Marcelo, ese muchachito que componía morenadas en su taller de bordado, le haya ganado esta noche. Que le haya ganado con la morenada, que haya golpeado a los veintipico muñecos que llevó para protegerse y que se salga con la suya cuando es él, don Hilario, el que siempre, siempre siempre, ganaba todas las partidas.

 

— ¡Maldito, puto arreglista!

 

El resplandor azul de una patrulla se acercaba desde el final de la calle. El Marcelo volteó un momento, y antes de irse le dijo:

 

—Gordo de mierda.

jueves, 18 de marzo de 2021

LAS PALABRAS

 Extractos en prosa luego de ver la película "The Words" hace varios años. 


LAS PALABRAS

 


31-05-16

 

El autor

 

El Autor agradeció a su esposa y a su editor al mismo tiempo, dándoles a ambos la misma importancia. Resaltó la urgencia de recrudecer la disciplina escolar. Le dio la espalda al decano del jurado y al cierre de su discurso levantó la mano derecha con la palma y el brazo extendidos de manera perpendicular a su cuerpo, pero a nadie, ni siquiera a su esposa le molestó nada de eso. Él había escrito “La Cátedra Oculta” y pasó de ser un analista financiero como cualquier otro a ser un escritor admirado y ovacionado a nivel social, profesional, familiar y personal. Este era su momento glorioso y esta alegría nadie se la podría quitar, al menos por ahora. Al menos hoy.

 

El anciano

 

Trece años en el colegio hasta tener el título de bachiller.

Servicio en la guerra por un año.

Cinco años de corresponsal extranjero.

Cinco años trabajando en el puerto como estibador de Rising Exports Inc.

Dos años en casa luego de la guerra, trabajando sin pensar.

Dos años enamorado de una chica parisina sin tener la oportunidad de verla.

Casado tres años con una chica parisina dos años más joven.

Un año de padre.

Dos años sin su esposa.

Veinte años de periodismo.

Treinta años de jardinería.

Cincuenta años sin saber qué hacer.

 

24-06-16

 


La canción de Rony y Dora

 

Ambos de querían, no se conocieron jóvenes. Él paseó a su hijo en su día de visita cuando la vio. Ella quería suicidarse luego de terminar un noviazgo de nueve años. Se querían porque ambos eran piezas rotas.

Él amaba las pequeñas luchas diarias, la comida barata, el sexo en el último piso de su casa con el techo alto, mientras la ventana era un manojo vibrante de granos de arena luminosos en fondo negro.

Ella amaba los intentos diarios por tener éxito a los que llevaba siempre su amado, y su actitud infantil, sus pómulos serios. Lo amaba a él.

 

29-06-16

 

La estación del tren   

 

Él corrió empujando a la gente y sus maletas pensando en secreto que podría haber gente con pensamientos y maletas individuales ese día, que podrían armar sus historias y vidas a pesar de todo el amor que estaba en juego, que estuvo en juego esa tarde. Y saltó los grandes carritos de carga, chocó contra hombres grandes de abrigos de piel y camisa fuera y rompió la cortina de humo del último tren.

En un espacio vacío de la multitud, rodeada de gente comprando boletos o subiendo al tren, ella lo vio llegar con ambas manos agarrando su bolso en su regazo y la sonrisa que no dice nada para no romper el encanto de encontrarse. 

 

La lectura

 

Noches blancas, por mi capítulo uno. Ese día lo recordaría siempre por la austeridad y seriedad de la tormenta que la despertó; era imposible dormir o fingir dormir mientras el mundo se ahogaba, además le pareció sentir la ansiedad de la histeria colectiva cuando pasa un  desastre.

Pero ese día el desastre del mundo había llegado en la forma de una anciana, una mujer de bastón, pañoleta y abrigo que le dijo, sin más rodeos, que el esposo que la amaba, que su naciente hogar, su felicidad en resumen, acabarían pronto por obra de una brujería mal lograda en su juventud. Tocaron la puerta, cuando la fue a abrir era la mujer esperada.

 

03-07-16

 

La escritura del libro

 

Lo había perdido todo en el camino de un hospital a otro. No se despidió de su esposa al partir y cuando llegó su hija ya había fallecido.

El entierro de ambas llenó la funeraria por dos días. El cielo era de una tonalidad morada suave, sin puesta de sol.

Rechazó toda invitación de compañía y se fue solo a casa donde él, la cuna y la cartera que le regaló la semana pasada se hicieron compañía. Con pasos lentos sacó su agenda vieja de un cajón del ruidoso escritorio de madera, arrancó de la raíz las hojas donde hizo algunos vagos intentos por organizar su vida y empezó a escribir sin parar, sin saber el origen de las palabras pero sabiendo que eran las correctas. Sin revisiones.

No comía, casi no dormía, llenaba los ceniceros casi sin pensarlo.

Pero antes siquiera de empezar a escribir su historia anotó el título “Noches blancas”.

 


Canción de Clay y Daniela

 

Su nombre completo era Daniela María Alba Albor, pero eso lo averigüé al final de nuestra vida juntos, cuatro horas después de haberla empezado.

Ella trajo niebla, nubes y felicidad, pero todas transitorias. Cuando vio mi jardín improvisado en el balcón del piso treinta, recuerdo que se puso a escuchar a las plantas, pasando su cabello rubio encima de su oreja y acercando el oído a las flores. Con la mueca del que repite lo obvio le dije que las plantas no emiten sonidos, me miró con esos ojos a medio camino entre inocentes y seductores y me dijo “si abres primero tu mente, puedes oírlas cantar. ¿Escuchas?”.

La gota de sangre que resbaló de mi herida a mis ojos me obligó a cerrarlos. “¿Escuchas?”. Nunca me dijo su nombre completo para guardar celosa un último secreto. “¿Escuchas?”. El policía leyó en voz alta su cédula de identidad antes de cerrar la bolsa de cadáveres y leer mi cédula también. “¿Escuchas?”. Mi nombre es Claudio Salas, el único sobreviviente.

 

Primer amor

 

El humo era sonido y la chimenea del tren lo botaba con tanta fuerza que pronto la estación se llenó de ruido, gente despidiéndose y maletas como montañas. El hombre joven corrió entre todas ellas, sintió el golpe de hombro que le dio a una caja de madera y los puños y manos que querían herirlo pese a su velocidad. Los rostros eran borrosos a su velocidad, nunca había corrido así, nunca había querido a alguien así.

Llegó hasta los cuerpos de las cientos de personas que despedían a sus soldados, nadie pensó siquiera en dejarlo pasar. Al otro lado la chica rubia lo esperaba parada a lado de la puerta, agarrando fuertemente su cartera con ambas manos frente a su regazo, arrugando su vestido estampado.

 

04-07-16

 


La tienda de libros   

 

El viejo estaba a gusto y feliz, reunía libros de diferentes géneros, a veces compraba uno solo, o diez, o un lote de cien libros populares que le permitieran comprar asado con huevo y cigarrillos cada noche.

Pasaba el día en el banco que estaba a lado de la puerta, se tomaba un té y pensaba en el tiempo que le tomaría al chico del frente volver a armar su castillo de naipes y subir a la tienda de calles arriba por la leche que le pedía su mamá. Los perros iban a sentarse cerca de él esperando las galletas que seguramente llevaba en el bolsillo.

No tenía idea de los libros de vendía, sólo sabía que si compraba la lista de libros que le daba el chico de lentes, ese que vivía saliendo del mercado, el que se casó una vez con una chica rubia, le iría bien en sus finanzas mínimas.

 

06-07-16

 

Un hombre joven en París   

 

Llegó escapando de la guerra, del gobierno militar. Llevaba el recuerdo de su madre en una foto de su billetera.

En el bus podía oír sólo a los autos que pasaban más rápido que su bus, el murmullo incomprensible de sílabas limpias y guturales erres lo enloquecía. La vio sentada de lado en un asiento unipersonal, universal al otro lado del bus. No podía ser ella pero el parecido era increíble, pelo negro enrulado, piel blanca llena de pecas, bajita, ojos grandes y asustados, al menos debía ser una familiar, ¡Dios! Hasta olía a cigarro.

Cuando la niña bajó del bus la siguió en la calle vacía y soleada de ese barrio residencial en París, por un segundo, el segundo que las mujeres toman para ver de reojo a los chicos, ella lo miró preocupada por los pasos de un desconocido, pero el chico con ropa americana que la seguía se quedó a medio camino con sus maletas tras de sí, mirándola triste y evidentemente perdido.   


viernes, 22 de enero de 2021

ARTURO BORDA - PÉRDIDAS Y ENCUENTROS


La Paz, Octubre 2018

Buenas tardes a todos. En esta oportunidad a título personal para compartir un poco la vida y obra de otro de nuestros grandes referentes culturales, como lo fue Arturo Borda. En su caso, la palabra cultura adquiere su significado científico, pues fue él el dechado del hombre que cultiva un arte de manera constante y devota hasta adquirir el denominativo de culto: dominó principalmente la pintura además de otras disciplinas que ejerció con igual pasión y ardor, como el periodismo, la escritura, el cine, el activismo sindical y la función estatal. 


Don Arturo consideraba a la cultura no como la sublimación de los sentidos ante la belleza y la hermosura de lo expuesto, sino como un instrumento que debe atender a las inquietudes de las personas que lo contemplan, que debe atizar el fuego de la revolución, remover las bases de las instituciones aceptadas por el común y reivindicar el orden justo de los verdaderos valores de una sociedad que se olvidó de luchar por ellos. El arte no sería sólo la observación de la vida; implicaría también usarla para bien de las verdaderas virtudes.

LITERATURA

Al hablar de las letras de don Arturo, el primero en aparecer es “El Loco”, ese tomo perdido más comentado que leído. Y la mención no es para menos: redactado durante cincuenta años, en silencio y en secreto, compuesto de tres tomos y mil seiscientas cincuenta y nueve páginas, publicado de manera póstuma, perdido y encontrado,

Esta lectura incurre en el mismo estigma: el suscrito no leyó El Loco. Soy un testigo de hechos que no he presenciado. Por eso, sólo puedo limitarme a dar las referencias que de él se conocen gracias a otros mucho más consistentes lectores. Omar Rocha Velasco hizo quizá el mejor intento por describir a El Loco: Que no tiene principio, desarrollo y fin como el relato tradicional, que lo atraviesan diálogos teatrales, que se salpican en su camino versos libres, que contiene ensayos filosóficos. En fin, que la obra es un desafío para el lector que se le acerca con armas tradicionales, pues hay que afrontar la totalidad de ese bastión de más de mil cartillas para comprender su significado

Habrá que esperar a la publicación de la misma como parte de la Biblioteca del Bicentenario para honrar a la obra por la que el autor quiso retratar con letras la búsqueda de la belleza.

PINTURA

En este apartado quiero hacer mención a una anécdota rescatada por la revista “La Mariposa Mundial” del Archivo Héctor Borda, y que emerge de una entrevista hecha a don Arturo en el periódico paceño La Semana en el año 1917. Acompañando a un periodista y aun fotógrafo sin cámara, Arturo Borda les mostró sus telas y lienzos, ya desde entonces geniales, manifestándoles “No merezco nada, más bien a los que matamos el tiempo así debían castigarnos como traidores a la patria, porque ella no necesita de esto, sino de brazos que roturen la tierra para hacerla rica, y entonces recién se podía permitir estos lujos de derroche de tiempo y de trabajo”.


La anécdota es valiosa pues resume la postura de don Arturo respecto al valor del arte en la sociedad: desapegada a reconocimientos y proezas visuales, valoradora de las técnicas y estilos clásicos, llena de símbolos y carga literaria, del gran Partenón de las musas. Tal vez la mejor muestra de esta inquietud suya se encuentre en su obra “Crítica al Arte Contemporáneo”, en la que se aprecia a la belleza huyendo desnuda de las autoproclamadas corrientes modernas que se representan en desproporcionadas quimeras que aluden al cubismo, al indigenismo, y a otros que son realizados por micos. Esta postura sobre la pintura fue precisamente la que lo puso en contrapunto a Cecilio Guzmán de Rojas, que realizó una revalorización del indigenismo y de la corriente “deco”.

Como decía don Hugo Boero Rojo en “Bolivia Mágica”, don Arturo era un eximio retratista y paisajista, que en sus viajes por el país tomó bocetos y cuadros de gran colorido que le darían reconocimiento nacional e internacional, mientras que reflejaba la vastedad del altiplano o el calor del valle. Pero de entre todos sus paisajes se debe destacar el cariño y fascinación que sentía por el Illimani, que fue objeto de sus pinceles de manera recurrente y cuyas muestras lucen ahora en varios puntos de la ciudad, si bien a veces de manera casi accidental. Su obra más reconocida fue “Retrato de mis padres”, que mereció loas y reconocimientos a nivel internacional y que fue expuesta en universidades norteamericanas. Todas las obras mencionadas se encuentran ahora en el Museo Nacional de Arte de La Paz.

CINE

Don Arturo fue participe del apogeo del cine mudo en Bolivia, como relata Waldo Cerruto, participando en el papel del inclemente gran sacerdote en “Wara Wara” de José María Velasco Maidana en 1930, junto a Marina Nuñez del Prado. Esta obra relata la conquista del incario por parte del hombre blanco, y fue filmada con varias penurias por parte del reparto y el equipo de producción, pero se consagró como gran éxito en taquilla y orgullo nacional por su proeza técnica. Lamentablemente, no quedan a la fecha ejemplares para su apreciación.

ARTURO EL TOQUI BORDA

Don Jaime Sáenz en “Vidas y muertes” toca el momento último en la vida de don Arturo, en la que ya anciano, en la noche más mojada del invierno, y ebrio de trementina bebió su última copa luego de una discusión con una vendedora de hojalata. Al igual que con “El Loco”, se usó un pasaje para describir el libro. Borda tendría siempre atribuida esa estampa de energúmeno, ajeno a convenciones y propenso a explosiones de calor que acrecienten el anecdotario.

Al igual que con su gran obra el autor merece que, siempre a destiempo y siempre muy poco, los interesados profundicemos en lo hecho, para que entre nuestras pocas voces podamos hacer eco de la cabal medida de un hombre que pintó y escribió más para el futuro.

Y uno de esos toques de inicio lo encontramos en “Los delirios vanguardistas de Arturo Borda” escrito por Juan Manuel Acevedo Carvajal, en el que nos relata como el Toqui no temía a lo grotesco, a diferencia de sus compañeros de generación, llevando su escritura y su pintura hasta el punto en que se rompe la cómoda convención y el espectador debe gritar para entender lo que le sucede. Por eso reniega del absurdo, que es un acercamiento cómodo y desesforzado a la belleza de lo material.

Como relata en su Autobiografía, hizo más de dos mil telas, para las cuales nunca recibió cooperación de ninguna institución pública, privada o artística. Tal vez esto lo dotó de una libertad de cuerpo y alma que le permitieron al final acrecentar su espíritu, pues libre de las ataduras de la moneda que condicionan el actuar, pudo ejercer su arte y pensamiento hasta que el mismo alcanzó toda su amplitud. De esa manera fue una mente sin compromisos mundanos, únicamente guiada por el afán de crear, de cambiar y de transmitir.

(leído por el autor en octubre de 2018, Cementerio General, La Paz - Bolivia)