jueves, 29 de abril de 2021

EL ARREGLISTA

 


“¡Marcelo Requena!” Tenía que gritar fuerte. Quería que todos los vecinos salgan a la calle de noche y escuchen a don Hilario, el maestro bordador. “Tienes veinticuatro horas para devolverme la morenada que me has robado. Sino – observó a los hombres que lo acompañaban – voy a destrozar tu taller y tu casa.” La cortina del piso de arriba se abrió un poco, y pudo ver el rostro de la madre asomar desde la oscuridad de los ladrillos. Su esposa le dijo que no se olvide de amenazarlo antes de irse, así que repitió la única amenaza que alguien, su madre, le había dicho: “Te estoy diciendo”.

 

Eso pasó el día anterior. Ahora don Hilario está nuevamente afuera de la casa de doña Jacinta Colque, la mamá del Marcelo. La calle empedrada está iluminada con el tenue naranja de las luminarias. Detrás de él están cuatro trombonistas, cinco platilleros, cuatro trompetistas, seis bombistas y tres tuberos, todos aspirantes a una banda de bronces y capaces de hacer cualquier cosa para quedar bien con don Hilario. Pero esta noche no trajeron sus instrumentos. Están armados con palos, tubos de fierro y cuchillos. Uno de los tuberos tiene un fierro largo y pesado apoyado en el hombro. Vinieron para darle espalda a don Hilario, y que amenaza no sea solo palabras.

 

—Cómo es Marcelo. No te hagas maltratar. Dónde está mi morenada.

 

A menos que el Marcelo salga y les entregue la morenada que compuso, el plan del maestro bordador era tumbar la puerta y revolver todo hasta encontrar el cuaderno de composiciones. Ahí estaba la morenada que los pasantes querían comprar para esta entrada. “Que no se haga al tony. Si no fuera por mí, este chango ni siquiera hubiera conocido a los pasantes – pensó don Hilario mientras oía a los autos acercarse y dar la vuelta al ver la calle ocupada por el comerciante y su banda– Lo que se vende en mi tienda es mío, y yo nomas tengo que cobrar. No importa nada más carajo”.

 

Con un ruido de latón arrastrándose por la tierra, el garaje de doña Jacinta se abrió y salió el Marcelo. Vestía traje negro formal, camisa blanca y corbata oscura. Llevaba tenis blancos con línea roja, muy finos. “Pero usados” pensó don Hilario. Bajo el brazo llevaba un bulto envuelto en un pañuelo negro.  

 

—Más bien chango. Mira toda la tontera que has hecho armar. Ya. Devolveme la morenada de los pasantes.

—Te voy a dar tu morenada – le dijo el muchacho vestido como si fuera a una entrada – pero de oído.

 

El Marcelo desenvolvió el bulto de su pañuelo. Era la trompeta dorada, que su papá tocaba en vida. En ese momento don Hilario se arrepintió de haberle dado pega en su tienda de trajes a este chango. Todo por si maldito talento para componer morenadas

 

—Qué pasa pues Chelo. Sin motivo tus huevadas. Ya. – hizo un gesto con la mano – Escúchenlo y acuérdense bien. Esta misma noche van a ir a mi casa a grabar.

 

“Y mañana yo voy a ir a cobrar”. Envalentonado por la victoria sencilla, don Hilario sonrió pensando que igual iban a entrar por el garaje a reventar sus mierdas de esta gente. Para dejarle claro a este chango que con él que era mejor no joder. Se imaginó a la mamá del Marcelo, escuchando cómo destruían la casa desde el cuarto de arriba sin poder levantarse de la cama. Los cuatro trompetistas caminaron hasta el frente del grupo y se cruzaron de brazos para ver tocar a este muchacho de cabello corto que estaba arrinconado y sin salida. Eran los más jóvenes, y también los más alevosos.

 

—Si tiemblas no vas a tocar bien. Calmate chango – le dijo uno de los trompetistas.

 

El primero en reír fue don Hilario, con su risa de moreno que hacía eco entre las casas de ladrillo de esa estrecha callecita de la ladera. Luego rieron los demás cuando vieron que era seguro reírse con el jefe. El Marcelo guardó el pañuelo en su bolsillo, pasó los dedos de la mano derecha por las anillas de la trompeta y la levantó, pero no se la llevó a los labios. La estrelló de un puñetazo contra la cara del chico que lo había insultado. Apenas pudieron escuchar el crack de la nariz y el gritito ahogado del trompetista cuando Don Hilario escupió sílaba por sílaba: “Hi-jo-de-pu-ta”.

 

Nadie esperó la instrucción del maestro bordador. Todos corrieron contra el Marcelo. Eran una masa de gritos y rabia con brazos de madera, metal y filo ansiosos de golpear o cortar. El Marcelo corrió a embestirlos pero antes de que los dos tuberos más grandes lo aplasten se metió entre ambos y al salir estiró el brazo de la trompeta y golpeo al de la derecha en la nuca. El gordo se tambaleó, dio tres pasos torpes y cayó al suelo inmóvil. Los demás voltearon inmediatamente hacia el Marcelo, más emputados al ver al muchacho flaco y sudoroso mirarlos. No esperó a que lo ataquen. Corrió de vuelta, dio un brinco y cayó con un trompetazo en la cara del que estaba más lejos del grupo, que se quiso cubrir pero el peso lo empujo al suelo. Aprovechando que estaba de espaldas, los demás lo golpearon en la espalda con los palos y los fierros, pero al voltear el muchacho metió sus dedos en los ojos de otro tipo, hasta adentro, hasta que sintió sus párpados cerrarle las uñas.

 

— ¡Mis ojos! ¡Carajo!

— ¡Pero agarrale pues a ese cojudo!

 

Quiso avanzar para no quedarse quieto y recibió más golpes. Uno de los bombistas lo golpeó en la canilla con su tubo viejo. El Marcelo se torció en el aire y cayó sobre una rodilla. Otra vez los golpearon en la espalda. Otros se avivaron y lo golpearon en la otra rodilla. Mientras oía los gritos y los golpes, Don Hilario tanteaba en sus bolsillos, separando la billetera de la basura y las llaves, mientras daba pasitos lentos en reversa y se sentía más gordo que nunca. “¿Qué siempre le pasa este llokalla?” Ahí encontró la pistola recién comprada, cargada, con el seguro puesto, esperando a que su dueño la saque para amenazar a Marcelo si la cosa se ponía fea. Y las cosas se estaban poniendo feas.

 

Un bombero no esperó para medir su golpe. Vio a su víctima herida y con el sadismo con que golpea el cuero de su instrumento le dio con uno de los palos en la cabeza. Todos se callarlo. Por sus gemidos y su respiración, el maestro bordador se dio cuenta que el Marcelo estaba llorando.

 

— ¿Qué es eso gran puta? ¿Estás llorando?

 

Se quedó de cuatro en el suelo, casi pecho tierra, mientras lo pateaban. Pero el muchacho estiró un brazo y con la trompeta le dio a un bandista en las bolas. Este se dobló sobre sí mismo y luego recibió otro golpe de trompeta en la cara que le destrozó la nariz y los dientes, pero fue suficiente para el único milagro de esa noche: que el Marcelo se levante como un rayo y empiece a golpear a los golpeadores. Apuntaba a la cara para que se queden quietos. Logró golpear a dos lentos, que se caían al suelo con las manos en la nariz rota y brotando sangre, pero los demás lo seguían rodeando. Le lanzó una patada al estómago del último tubero en pie y le dio un rodillazo en la cara, mientras se daba la vuelta y le daba un trompetazo en la cara a otro de los hombres de don Hilario. Sintió en las manos un dolor como si lo hubieran agarrado con tenazas heladas. Los demás vieron al muchacho esforzándose por respirar y casi rendido, y lo sujetaron entre dos, y le quitaron el metal con ridícula facilidad, y lo golpearon en el estómago. Pero el Marcelo no estaba cansado: mientras lo golpeaban se liberó un brazo, le quitó a uno su tubo de canilla y los golpeó a los dos en el centro de la cara. Se cayeron como sacos de basura mirando al suelo mientras a su alrededor crecía un charco rojo. La camisa del Marcelo tenía manchas escarlata por el cuello y el pecho. Al que lo quería sujetar de atrás le dio un codazo tan fuerte que le hundió la nariz. Igual al que lo quiso agarrar del otro lado. Un gordo lo sujetó por la panza y lo levantó, como un abrazo macabro, pero el Marcelo le dio tres codazos seguidos y ambos cayeron al suelo. Pero el Marcelo cayó de pie. Levantó los ojos y vio a los diez matones que seguían de pie, junto a don Hilario. El Marcelo miró directamente hacia el maestro bordador, ignorando a las otras siluetas que agarraban sus palos como si fueran banderas, y don Hilario se sintió enojado por primera vez. Este chango lo estaba provocando.

 

— ¡Qué esperan carajo! ¡Sáquenle su puta!

 

Tres hombres corrieron calle abajo. Saltando a oscuras entre los cuerpos tumbados de los demás. Parecía que eso iba a ser todo, pero el Marcelo corrió hacia ellos. Aunque acababa de gritar y aún sentía la rabia caliente en la garganta, don Hilario siguió caminando hacia atrás. Los siete matones fueron hacia adelante, levantando piedras del camino para pelearse. Pero el Marcelo también se agachó, y en dos pasos alzó una piedra y la lanzó a la cara de uno de los bandistas, que se cayó en seco hacia adelante y con su cabeza hacia atrás. “Mierda, mierda, mierda” pensaba don Hilario, a quien la rabia le duró poco. Fue dura y quemaba, pero ahora era más real. Pensó que esa noche él iba a ser la amenaza y se iba a llevar su morenada, pero el Marcelo los estaba rompiendo uno a uno. Ahora que lo veía con calma, el Marcelo agarraba a uno del cuello y lo golpeaba con una piedra en la frente, dos, tres veces, hasta que el hombre cayó como un maniquí al suelo. Entre los demás se acercaron para lincharlo con sus garrotes pero el muchacho seguía siendo rápido. Se movía entre ellos con pequeños brincos y sin parar, pero al menos ahora no los agarraría a golpes. Fue corriendo al otro extremo de la calle y del suelo levantó su trompeta. Marcelo presionó los pistones con los dedos y todos escucharon el sonido chirriante de los metales doblados. Luego sujetó el metal dorado y manchado con la sangre de todos esos hombres y lo levantó apuntando a don Hilario y a los cinco hombres que lo acompañaban. Pero estos corrieron dejando al maestro bordador solo y rodeado de hombres desmayados o golpeados. Y algunos más que permanecían boca abajo, con los brazos en posiciones extrañas y que se rodeaban lentamente de un líquido oscuro. Don Hilario estaba nuevamente sólo frente al Marcelo, por primera vez desde que le dijo al muchacho que la morenada que habían vendido a los pasantes era de su propiedad y de nadie más.

 

Don Hilario comenzó a correr por donde vino. Dos calles al fondo y una más abajo esperaban tres radiotaxis para llevar a la banda de bronces cuando vuelvan victoriosos. Ahora solo volvía un hombre, corriendo apenas por el empedrado con una pistola sin usar en el bolsillo. Mientras escapaba, el maestro bordador venció el miedo de caerse y volteó sólo un poco para mirar detrás de sí, esperando ver al Marcelo en la farola anaranjada de su casa. Pero lo que vio fue la trompeta acercándose rápidamente a su rostro. Cayó mal, de panza, revolviendo todos sus órganos y lastimándose de paso. El Marcelo no perdió el tiempo: se arrodilló sobre la espalda del gordo, le levantó el brazo derecho hacia atrás y le sujetó la mano con el brazo, luego tomó su dedo índice y lo dobló en sentido contrario con fuerza hasta romperlo. Don Hilario gritó de dolor, sin importarle que lo escuchen los vecinos o quien camine por esa ladera de noche, lanzó con fuerza un grito pelado que se perdía de noche. El Marcelo procedió con el dedo del medio y con el anular.

 

— ¡Por favor no Marcelo! ¡Por favor no! ¡Lo dejamos así y ya no te molesto más! ¡Por mis hijos! ¡Para por favor!

 

Pero el Marcelo extendió la mano de dedos rotos hacia el cielo, puso todo su peso en la rodilla y empezó a torcer el brazo hacia afuera, con fuerza. Don Hilario sintió como su mano se adormecía poco a poco, y si bien ya no sentía tanto el dolor de sus dedos, otro dolor empezaba en su hombro, como un dolor de muelas pero extendiéndose hacia su pecho. Luego ambos hombres escucharon el crujido, y el maestro bordador se quedó boca abajo, con el brazo flácido reposando a un lado de él.

 

El pabellón de la trompeta estaba torcido como una campana apaleada a martillazos. Como el Marcelo no sabía pelear pero sí dar golpes, sus nudillos y sus dedos tenían heridas. El nudillo del centro de su mano izquierda estaba hundido. Su terno estaba roto en las rodillas y los codos. Era un manojo de tierra, saliva, polvo, sangre ajena y propia. Miró a Don Hilario una vez más. El maestro bordador se retorcía de rabia y dolor, mientras el muchacho se alejaba sujetando la trompeta abollada. Su mano izquierda sentía la tierra y las piedras meterse en sus uñas y lastimarlo, y su otro brazo inútil y torcido dolía con cada movimiento. Pero lo que más le dolía era que el Marcelo, ese muchachito que componía morenadas en su taller de bordado, le haya ganado esta noche. Que le haya ganado con la morenada, que haya golpeado a los veintipico muñecos que llevó para protegerse y que se salga con la suya cuando es él, don Hilario, el que siempre, siempre siempre, ganaba todas las partidas.

 

— ¡Maldito, puto arreglista!

 

El resplandor azul de una patrulla se acercaba desde el final de la calle. El Marcelo volteó un momento, y antes de irse le dijo:

 

—Gordo de mierda.

jueves, 18 de marzo de 2021

LAS PALABRAS

 Extractos en prosa luego de ver la película "The Words" hace varios años. 


LAS PALABRAS

 


31-05-16

 

El autor

 

El Autor agradeció a su esposa y a su editor al mismo tiempo, dándoles a ambos la misma importancia. Resaltó la urgencia de recrudecer la disciplina escolar. Le dio la espalda al decano del jurado y al cierre de su discurso levantó la mano derecha con la palma y el brazo extendidos de manera perpendicular a su cuerpo, pero a nadie, ni siquiera a su esposa le molestó nada de eso. Él había escrito “La Cátedra Oculta” y pasó de ser un analista financiero como cualquier otro a ser un escritor admirado y ovacionado a nivel social, profesional, familiar y personal. Este era su momento glorioso y esta alegría nadie se la podría quitar, al menos por ahora. Al menos hoy.

 

El anciano

 

Trece años en el colegio hasta tener el título de bachiller.

Servicio en la guerra por un año.

Cinco años de corresponsal extranjero.

Cinco años trabajando en el puerto como estibador de Rising Exports Inc.

Dos años en casa luego de la guerra, trabajando sin pensar.

Dos años enamorado de una chica parisina sin tener la oportunidad de verla.

Casado tres años con una chica parisina dos años más joven.

Un año de padre.

Dos años sin su esposa.

Veinte años de periodismo.

Treinta años de jardinería.

Cincuenta años sin saber qué hacer.

 

24-06-16

 


La canción de Rony y Dora

 

Ambos de querían, no se conocieron jóvenes. Él paseó a su hijo en su día de visita cuando la vio. Ella quería suicidarse luego de terminar un noviazgo de nueve años. Se querían porque ambos eran piezas rotas.

Él amaba las pequeñas luchas diarias, la comida barata, el sexo en el último piso de su casa con el techo alto, mientras la ventana era un manojo vibrante de granos de arena luminosos en fondo negro.

Ella amaba los intentos diarios por tener éxito a los que llevaba siempre su amado, y su actitud infantil, sus pómulos serios. Lo amaba a él.

 

29-06-16

 

La estación del tren   

 

Él corrió empujando a la gente y sus maletas pensando en secreto que podría haber gente con pensamientos y maletas individuales ese día, que podrían armar sus historias y vidas a pesar de todo el amor que estaba en juego, que estuvo en juego esa tarde. Y saltó los grandes carritos de carga, chocó contra hombres grandes de abrigos de piel y camisa fuera y rompió la cortina de humo del último tren.

En un espacio vacío de la multitud, rodeada de gente comprando boletos o subiendo al tren, ella lo vio llegar con ambas manos agarrando su bolso en su regazo y la sonrisa que no dice nada para no romper el encanto de encontrarse. 

 

La lectura

 

Noches blancas, por mi capítulo uno. Ese día lo recordaría siempre por la austeridad y seriedad de la tormenta que la despertó; era imposible dormir o fingir dormir mientras el mundo se ahogaba, además le pareció sentir la ansiedad de la histeria colectiva cuando pasa un  desastre.

Pero ese día el desastre del mundo había llegado en la forma de una anciana, una mujer de bastón, pañoleta y abrigo que le dijo, sin más rodeos, que el esposo que la amaba, que su naciente hogar, su felicidad en resumen, acabarían pronto por obra de una brujería mal lograda en su juventud. Tocaron la puerta, cuando la fue a abrir era la mujer esperada.

 

03-07-16

 

La escritura del libro

 

Lo había perdido todo en el camino de un hospital a otro. No se despidió de su esposa al partir y cuando llegó su hija ya había fallecido.

El entierro de ambas llenó la funeraria por dos días. El cielo era de una tonalidad morada suave, sin puesta de sol.

Rechazó toda invitación de compañía y se fue solo a casa donde él, la cuna y la cartera que le regaló la semana pasada se hicieron compañía. Con pasos lentos sacó su agenda vieja de un cajón del ruidoso escritorio de madera, arrancó de la raíz las hojas donde hizo algunos vagos intentos por organizar su vida y empezó a escribir sin parar, sin saber el origen de las palabras pero sabiendo que eran las correctas. Sin revisiones.

No comía, casi no dormía, llenaba los ceniceros casi sin pensarlo.

Pero antes siquiera de empezar a escribir su historia anotó el título “Noches blancas”.

 


Canción de Clay y Daniela

 

Su nombre completo era Daniela María Alba Albor, pero eso lo averigüé al final de nuestra vida juntos, cuatro horas después de haberla empezado.

Ella trajo niebla, nubes y felicidad, pero todas transitorias. Cuando vio mi jardín improvisado en el balcón del piso treinta, recuerdo que se puso a escuchar a las plantas, pasando su cabello rubio encima de su oreja y acercando el oído a las flores. Con la mueca del que repite lo obvio le dije que las plantas no emiten sonidos, me miró con esos ojos a medio camino entre inocentes y seductores y me dijo “si abres primero tu mente, puedes oírlas cantar. ¿Escuchas?”.

La gota de sangre que resbaló de mi herida a mis ojos me obligó a cerrarlos. “¿Escuchas?”. Nunca me dijo su nombre completo para guardar celosa un último secreto. “¿Escuchas?”. El policía leyó en voz alta su cédula de identidad antes de cerrar la bolsa de cadáveres y leer mi cédula también. “¿Escuchas?”. Mi nombre es Claudio Salas, el único sobreviviente.

 

Primer amor

 

El humo era sonido y la chimenea del tren lo botaba con tanta fuerza que pronto la estación se llenó de ruido, gente despidiéndose y maletas como montañas. El hombre joven corrió entre todas ellas, sintió el golpe de hombro que le dio a una caja de madera y los puños y manos que querían herirlo pese a su velocidad. Los rostros eran borrosos a su velocidad, nunca había corrido así, nunca había querido a alguien así.

Llegó hasta los cuerpos de las cientos de personas que despedían a sus soldados, nadie pensó siquiera en dejarlo pasar. Al otro lado la chica rubia lo esperaba parada a lado de la puerta, agarrando fuertemente su cartera con ambas manos frente a su regazo, arrugando su vestido estampado.

 

04-07-16

 


La tienda de libros   

 

El viejo estaba a gusto y feliz, reunía libros de diferentes géneros, a veces compraba uno solo, o diez, o un lote de cien libros populares que le permitieran comprar asado con huevo y cigarrillos cada noche.

Pasaba el día en el banco que estaba a lado de la puerta, se tomaba un té y pensaba en el tiempo que le tomaría al chico del frente volver a armar su castillo de naipes y subir a la tienda de calles arriba por la leche que le pedía su mamá. Los perros iban a sentarse cerca de él esperando las galletas que seguramente llevaba en el bolsillo.

No tenía idea de los libros de vendía, sólo sabía que si compraba la lista de libros que le daba el chico de lentes, ese que vivía saliendo del mercado, el que se casó una vez con una chica rubia, le iría bien en sus finanzas mínimas.

 

06-07-16

 

Un hombre joven en París   

 

Llegó escapando de la guerra, del gobierno militar. Llevaba el recuerdo de su madre en una foto de su billetera.

En el bus podía oír sólo a los autos que pasaban más rápido que su bus, el murmullo incomprensible de sílabas limpias y guturales erres lo enloquecía. La vio sentada de lado en un asiento unipersonal, universal al otro lado del bus. No podía ser ella pero el parecido era increíble, pelo negro enrulado, piel blanca llena de pecas, bajita, ojos grandes y asustados, al menos debía ser una familiar, ¡Dios! Hasta olía a cigarro.

Cuando la niña bajó del bus la siguió en la calle vacía y soleada de ese barrio residencial en París, por un segundo, el segundo que las mujeres toman para ver de reojo a los chicos, ella lo miró preocupada por los pasos de un desconocido, pero el chico con ropa americana que la seguía se quedó a medio camino con sus maletas tras de sí, mirándola triste y evidentemente perdido.   


viernes, 22 de enero de 2021

ARTURO BORDA - PÉRDIDAS Y ENCUENTROS


La Paz, Octubre 2018

Buenas tardes a todos. En esta oportunidad a título personal para compartir un poco la vida y obra de otro de nuestros grandes referentes culturales, como lo fue Arturo Borda. En su caso, la palabra cultura adquiere su significado científico, pues fue él el dechado del hombre que cultiva un arte de manera constante y devota hasta adquirir el denominativo de culto: dominó principalmente la pintura además de otras disciplinas que ejerció con igual pasión y ardor, como el periodismo, la escritura, el cine, el activismo sindical y la función estatal. 


Don Arturo consideraba a la cultura no como la sublimación de los sentidos ante la belleza y la hermosura de lo expuesto, sino como un instrumento que debe atender a las inquietudes de las personas que lo contemplan, que debe atizar el fuego de la revolución, remover las bases de las instituciones aceptadas por el común y reivindicar el orden justo de los verdaderos valores de una sociedad que se olvidó de luchar por ellos. El arte no sería sólo la observación de la vida; implicaría también usarla para bien de las verdaderas virtudes.

LITERATURA

Al hablar de las letras de don Arturo, el primero en aparecer es “El Loco”, ese tomo perdido más comentado que leído. Y la mención no es para menos: redactado durante cincuenta años, en silencio y en secreto, compuesto de tres tomos y mil seiscientas cincuenta y nueve páginas, publicado de manera póstuma, perdido y encontrado,

Esta lectura incurre en el mismo estigma: el suscrito no leyó El Loco. Soy un testigo de hechos que no he presenciado. Por eso, sólo puedo limitarme a dar las referencias que de él se conocen gracias a otros mucho más consistentes lectores. Omar Rocha Velasco hizo quizá el mejor intento por describir a El Loco: Que no tiene principio, desarrollo y fin como el relato tradicional, que lo atraviesan diálogos teatrales, que se salpican en su camino versos libres, que contiene ensayos filosóficos. En fin, que la obra es un desafío para el lector que se le acerca con armas tradicionales, pues hay que afrontar la totalidad de ese bastión de más de mil cartillas para comprender su significado

Habrá que esperar a la publicación de la misma como parte de la Biblioteca del Bicentenario para honrar a la obra por la que el autor quiso retratar con letras la búsqueda de la belleza.

PINTURA

En este apartado quiero hacer mención a una anécdota rescatada por la revista “La Mariposa Mundial” del Archivo Héctor Borda, y que emerge de una entrevista hecha a don Arturo en el periódico paceño La Semana en el año 1917. Acompañando a un periodista y aun fotógrafo sin cámara, Arturo Borda les mostró sus telas y lienzos, ya desde entonces geniales, manifestándoles “No merezco nada, más bien a los que matamos el tiempo así debían castigarnos como traidores a la patria, porque ella no necesita de esto, sino de brazos que roturen la tierra para hacerla rica, y entonces recién se podía permitir estos lujos de derroche de tiempo y de trabajo”.


La anécdota es valiosa pues resume la postura de don Arturo respecto al valor del arte en la sociedad: desapegada a reconocimientos y proezas visuales, valoradora de las técnicas y estilos clásicos, llena de símbolos y carga literaria, del gran Partenón de las musas. Tal vez la mejor muestra de esta inquietud suya se encuentre en su obra “Crítica al Arte Contemporáneo”, en la que se aprecia a la belleza huyendo desnuda de las autoproclamadas corrientes modernas que se representan en desproporcionadas quimeras que aluden al cubismo, al indigenismo, y a otros que son realizados por micos. Esta postura sobre la pintura fue precisamente la que lo puso en contrapunto a Cecilio Guzmán de Rojas, que realizó una revalorización del indigenismo y de la corriente “deco”.

Como decía don Hugo Boero Rojo en “Bolivia Mágica”, don Arturo era un eximio retratista y paisajista, que en sus viajes por el país tomó bocetos y cuadros de gran colorido que le darían reconocimiento nacional e internacional, mientras que reflejaba la vastedad del altiplano o el calor del valle. Pero de entre todos sus paisajes se debe destacar el cariño y fascinación que sentía por el Illimani, que fue objeto de sus pinceles de manera recurrente y cuyas muestras lucen ahora en varios puntos de la ciudad, si bien a veces de manera casi accidental. Su obra más reconocida fue “Retrato de mis padres”, que mereció loas y reconocimientos a nivel internacional y que fue expuesta en universidades norteamericanas. Todas las obras mencionadas se encuentran ahora en el Museo Nacional de Arte de La Paz.

CINE

Don Arturo fue participe del apogeo del cine mudo en Bolivia, como relata Waldo Cerruto, participando en el papel del inclemente gran sacerdote en “Wara Wara” de José María Velasco Maidana en 1930, junto a Marina Nuñez del Prado. Esta obra relata la conquista del incario por parte del hombre blanco, y fue filmada con varias penurias por parte del reparto y el equipo de producción, pero se consagró como gran éxito en taquilla y orgullo nacional por su proeza técnica. Lamentablemente, no quedan a la fecha ejemplares para su apreciación.

ARTURO EL TOQUI BORDA

Don Jaime Sáenz en “Vidas y muertes” toca el momento último en la vida de don Arturo, en la que ya anciano, en la noche más mojada del invierno, y ebrio de trementina bebió su última copa luego de una discusión con una vendedora de hojalata. Al igual que con “El Loco”, se usó un pasaje para describir el libro. Borda tendría siempre atribuida esa estampa de energúmeno, ajeno a convenciones y propenso a explosiones de calor que acrecienten el anecdotario.

Al igual que con su gran obra el autor merece que, siempre a destiempo y siempre muy poco, los interesados profundicemos en lo hecho, para que entre nuestras pocas voces podamos hacer eco de la cabal medida de un hombre que pintó y escribió más para el futuro.

Y uno de esos toques de inicio lo encontramos en “Los delirios vanguardistas de Arturo Borda” escrito por Juan Manuel Acevedo Carvajal, en el que nos relata como el Toqui no temía a lo grotesco, a diferencia de sus compañeros de generación, llevando su escritura y su pintura hasta el punto en que se rompe la cómoda convención y el espectador debe gritar para entender lo que le sucede. Por eso reniega del absurdo, que es un acercamiento cómodo y desesforzado a la belleza de lo material.

Como relata en su Autobiografía, hizo más de dos mil telas, para las cuales nunca recibió cooperación de ninguna institución pública, privada o artística. Tal vez esto lo dotó de una libertad de cuerpo y alma que le permitieron al final acrecentar su espíritu, pues libre de las ataduras de la moneda que condicionan el actuar, pudo ejercer su arte y pensamiento hasta que el mismo alcanzó toda su amplitud. De esa manera fue una mente sin compromisos mundanos, únicamente guiada por el afán de crear, de cambiar y de transmitir.

(leído por el autor en octubre de 2018, Cementerio General, La Paz - Bolivia) 


viernes, 30 de octubre de 2020

EL CUMPLEAÑOS DE LA ISABEL

(foto de Página Siete) 


El doce de octubre de 2020 una estatua de Cristóbal Colón en la ciudad de Nuestra Señora de La Paz despertó pintada de rojo. Ese mismo día las Mujeres Creando vistieron de chola a la estatua de Isabel la Católica. Al día siguiente un grupo autodenominado Juventudes Hispanistas le quitó la ropa de chola que lució todo el día y a ello puso el título de “desagravio”. Para concluir, el gobierno del municipio limpió ambas estatuas.

Creo bueno partir del hecho de que en esta ciudad entendemos lo público como lo que es de nadie y a la calle como lo ajeno. Pero ese doce de octubre se ejerció una faceta olvidada de la calle: que es nuestra. Es nuestra ciudad, la que sostenemos, la que habitamos, de la que deberíamos apropiarnos, pero que nadie ejerce como suya. En ese estado de las cosas, Mujeres Creando y el autor desconocido de la pintada a la estatua de Colón ejercieron lo que ningún paceño había hecho hasta entonces: se apropió de la estatua y de su componente simbólico.

Colón despertó rojo, con una calavera y una cruz andina a los pies. No es la primera vez que lo pintan pero sigue ahí, regalo de la comunidad italiana a la ciudad. Un mérito adicional del autor anónimo es haber intervenido a mitad del Prado paceño, columna vertebral de la ciudad que la atraviesa y en la que todos confluyen, y permaneció anónimo hasta el final. Mujeres Creando hizo su intervención durante el día, a los ojos de todos y con nombre de apellido (como siempre lo hacen). La Isabel con traje de chola, con manta llena de carga y con wawa estuvo de pie todo ese doce de octubre en Nuestra Señora de La Paz. Ambos tenían algo que decir, algo que todos teníamos que escuchar, y lo hicieron ante el escenario en el que crece el arte: el mutismo del espectador.
Y es que hasta ese lunes nadie dijo “esta estatua es mía” (y lo es). El gobierno municipal cumple con el cuidado del ornato en silenciosa, y seguramente desagradecida, labor de mantenimiento. Pero los casos de paceños que se apropian de los parques o plazas y los cuidan como propios son muy contados. Tan pocos que se vuelven la nota alegre. Como la Isabel o el Cristóbal hay otras efigies que permanecen vandalizadas y que hasta la publicación de esta nota honran el silencio paceño bajo grafittis, pintura y caca de paloma.

No doy mérito a las publicaciones en redes sociales (como ciertamente lo es esta) porque lo hacen (hacemos) desde un lugar virtual. Público y cómodo, pero virtual. Y el doce de octubre se intervino en estatuas de piedra, con pintura, con ropa de chola, desde la incomodidad. Es mucho más de lo que se puede decir de la gente que gastó bytes en su publicación de Feis indignándose por una ciudad que no cuida. Buen contrapunto habría sido la intervención ciudadana ayudando a limpiar ambas estatuas, para las que se guardan caldeadas emociones y reacciones cuando de defenderlas con letras se trata. No es así al momento del aseo o del cuidado.

Ese doce de octubre de 2020 fue el primer cumpleaños de la Isabel, con pollera y sombrero de los que todos los paceños deberíamos apropiarnos, aún más que del mármol o la piedra.

domingo, 9 de agosto de 2020

ROUSELIN JAUNE

 

Bill Evans - All mine (minha)

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación. Era un lunes cobarde en la Rue de Verneui. Ella estaba parada al lado de la estufa negra pasando las páginas de un tomo anticuado hasta que una página la hizo sonreír. Llevaba un abrigo amarillo y grande. Sus dedos de gamuza siseaban como serpientes al pasar por las tapas. Guardó el libro y se fue sin despedirse.

Una semana y un martes después, la campanilla no sonó pero ella ya estaba adentro, empapada, mojando clientes y mostradores. Caminaba sin pisar las líneas de las tablas, como las gacelas que escapan de puntitas. Le susurró no sé qué cosas a Monsieur Toussaint y el viejo de madera reía con los brazos abiertos, ignorando feliz a su esposa.

Otra semana y un miércoles, mientras limpiaba estantes llenos de diccionarios, ella llegó a la librería y le entregó a Madame Toussaint un pomo de latón rojo. Madame sacó un libro pequeño envuelto en papel cebolla y se lo entregó mientras le decía algo que la hizo reír. Se despidió con dos chasquidos de su lengua y el revuelo de su abrigo.

Anoche llegó exclusivamente para jugar con Toulouse y el gato le hacía caso: le lamía las puntas de los dedos y el condenado se paraba imitándola. Pronto ambos estaban boxeando, golpeándose con patitas peludas de garras ocultas. Era como si estuviera frente a un espejo que le devolvía su reflejo felino.

Volvió esta mañana. Fue directo a los estantes e inclinó filas de libros desde la parte superior del lomo, sólo un poco, para ver adentro de los muebles, buscando algo del lado de las hojas.

— Es bonita ¿verdad?

— Madame Toussaint. No madame. Pensé que era una conocida pero no.

— ¿Sabes que ella es una gitana?

— Madame no veo cómo se relaciona esto conmigo. Yo no...

— Bueno, era una gitana cuando era niña. En realidad es una odalisca. Todos saben que vive de bailar para hombres en el Rouselin Jaune. Para los que pagan claro. ¿Quieres terminar ahí para que te dejen más limpio que los pisos que no barres?

— No, yo no sé Madame. Yo sólo soy un empleado.

— Sólo digo. No debería entrometerme.

Cuando estuve seguro de que Madame se fue la volví a buscar. Metió el brazo en el fondo de un estate y sacó un pedazo de tela roja doblada con las cuatro esquinas hacia el centro como los nenúfares. Lo sostuvo en sus palmas como un pájaro herido. Se despidió desde la puerta gesticulando sus ojos enormes, y Madame le devolvió una sonrisa con un gesto de los dedos que conjugaba amabilidad con destreza. Pero cuando ella se fue la sonrisa de Madame se desarmó y giró los ojos hacia mí, como si supiera que las veía a ambas. A una más que a la otra.

Las horas de la limpieza y el orden en la librería las ocupaba convenciéndome de que sabía dónde podría estar. A unos bloques tomando café. Apoyada en las barandas de otro puente. Incluso repasando los estantes de otra librería donde también encuentra telas escondidas. Aunque me convenciera de ser un adivino, cada día era igual: limpiar pelusas, sacudir polvo, vender libros. Hasta la noche que volviendo a mi piso de la Rue de Cherche-Midi la vi bailando en el Pont des Arts, a mitad de la calle, colgada de un tipo alto y bien peinado que la sujetaba de la cintura con una sola vuelta de sus brazos gigantes. Quizás lo que todos saben es cierto, y ese era uno de sus clientes del Rouselin Jaune. Quizás todos saben lo que quieren saber y los secretos no son secretos más que para los que no los buscamos.

Desde entonces todas las cosas siguieron pasando. El río seguía a su curso. Las embarcaciones los contracorrientaban a ambos. Los árboles del parque crecían cerca del puentecito sobre el ferrocarril. Abría la librería de Monsieur Toussaint en las tardes luego del almuerzo. Cargaba la maleta con listas de libros que no eran para mí y lápices con puntas afiladas sin usar. Comía hamburgers con papas fritas en el Carrefour de l’Odéon. Frente a mi mesa dos soledades se juntaban sin cita previa y salían de la mano intercalando aceras. Y cada noche caminaba con el curso del río, sin contradecir nada, preguntándome si talvez esa chica que se acerca a lo lejos sea ella. Pensando que a pesar del abrigo amarillo y las manos enguantadas no tiene necesariamente que ser ella. Rezando con las manos en los bolsillos porque sus tacones de gacela no se acerquen a mí.

— Usted es el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil, ¿verdad?

Yo era el muchacho de la librería de la Rue de Verneuil. También era el muchacho que la siguió una tarde y la perdió para siempre entre la gente del Chatelet. Era el que trataba de adivinar sus visitas y se peinaba y perfumaba a tono con predicciones que no se cumplían. Era el que la noche anterior gastó medio sueldo en un ticket del Rouselin Jaune para entrar a buscarla entre las chicas, sin éxito, más pobre pero más contento.

— Soy yo Mademoiselle. Gerard, sí, para servirla.

— Gerard me apena mucho, pero debo pedirle un alto favor.

Sacó una pluma de su bolsillo. Larga, gris y con motas negras de leopardo. No era una pluma de las que uno encontraría en las sillas del parque. Era pesada y tibia. De un ave que no conocía las ciudades ni los postes.

—Un señor muy alto visitará a Monsieur Toussaint pronto para comprar un libro en español. Cuando lo haga ¿podría poner esta pluma en medio de las hojas?

— Por supuesto.

Abrió su bolso, supuse que en el afán de pagarme por un favor que comedidamente haría mil veces, sin pluma, sin señor muy alto y sin Monsieur Toussaint.

— No es necesario Mademoiselle, por favor, será un gusto ayudarla.

Sacó una caja vacía de Gauloises, la volteó y dejó en mi mano una nuez. Me sonrió antes de irse.

Dos semanas después el destinatario llegó a la librería. Alto, envuelto en una canadiense, con el cabello negro y abundante peinado a un lado. Habló con Monsieur Toussaint y Monsieur no perdió el tiempo. Me hizo un gesto con la mano y gritó el nombre del libro y el número del estante. Un libro en español.

Revisé el tomo. Avances Epistemológicos de Calero, tapas plomas y antiguas, cocidas hace varios años, en español. Mientras conversaba con Monsieur Toussaint, yo envolvía el libro en pliegues de papel cebolla, apretando las esquinas para que queden dobladas y puntiagudas. Le di el paquete al cliente. Me agradeció sin mirarme, puso el libro en un bolsillo y se fue sacando una pipa. Monsieur Toussaint ya estaba ocupado anotando la compra. A través del vidrio de la puerta vi a ese señor alto alejarse mirando el río.

Ella llegó de noche, antes de cerrar la tienda, mientras yo apagaba la estufa.

— Gerard. ¿Vino? ¿Pudo cumplir mi encargo?

Monsieur Toussaint tenía un hijo en el otro lado de París y cada semana les mandaba dinero a él y a la madre. Madame Toussaint ignoraba esto y pasaba el tedio de las tardes sin chismes tomando dos pastillas de un pomo de latón rojo. Un muchacho viene y deja una carta en un libro. Una muchacha viene y la recoge. La pluma seguía en mi maleta, en medio de las hojas de una novela olvidable.

— Claro que sí Mademoiselle.

— Es muy amable Gerard.

Madame Toussaint, una mujer bailando sin nombre, la soledad de un piso en la Rue de Cherche-Midi o una chica que saca una nuez de una cajetilla de Gauloises. A la vida no la enseña nadie. Pero un día llega la fortuna, se apoya en un estante de libros, enciende un cigarrillo y pretende ignorarnos.

— Gerard ¿cómo cree que me llamo? Acaso sería una desconocida más, pero nunca me preguntó mi nombre.

Por eso es sencillamente necesario saltar al vacío con los ojos cerrados, lanzar los dados, apuntar y tirar un dardo, o limpiar una librería vieja todos los días hasta que la fortuna deje de fumar y sonría. Porque tiene una bolsa de magia, y lo que tiene adentro de la bolsa puede cambiar la vida.

— Tu nombre es Rouselin.

Cuando sonríe las pecas de sus mejillas hacen una constelación.


lunes, 20 de julio de 2020

JAIME SAENZ: VIDA, MUERTE Y MITO


La Paz, Septiembre 2018

Buenas tardes a todos. En primer orden está un agradecimiento al grupo Nexos Bolivia por la iniciativa. En segundo orden una disculpa por mi ausencia. Para este evento me permití redactar algunos puntos respecto a la vida del autor, al mito construido por todos y propiciado por él mismo, y a su muerte y las circunstancias que la rodearon, y que finalmente los reunió a todos ustedes en ese lugar. De alguna manera, conocer profundamente a la persona aniquila al autor, aleja al lector de la raíz de su obra, pero ayuda también a colocar sus ideas y conceptos en su justo lugar, ajenos a misticismos innecesarios y autofagos que al final alejan a la obra del lector. Aclaro que nada de esta investigación fue mía; me limité a reunir información de diferentes lugares, personas, medios escritos y audiovisuales, y a darles una forma que permita acercarnos a la persona asombrosa y creativa que fue don Jaime. No los demoro más.


VIDA
Jaime Sáenz Guzmán, nació un 8 de octubre de 1921 en la ciudad de La Paz. Acorde a datos de Sergio Suárez Figueroa, su abuelo fue el coronel Andrés Guzmán de Achá, héroe de la batalla de Alto de la Alianza en Chile, y que fue acusado de haber asesinado al ex presidente de la república General don Hilarión Daza, cargos de los que fuera absuelto por la Corte Suprema de Justicia.
Es un hecho conocido que Jaime Sáenz vivió una temporada en Alemania, consecuencia de un intercambio de estudiantes promovido por el ministro de las juventudes Baldur Von Schirach, ahora preso en Spandau como criminal de guerra nazi. Formó parte de las juventudes nazis y tuvo su formación de bachiller en el país germano.
El año 1944 se casa con Érika Kessberg, nacida en Alemania, relación que encontrara su fin al recibir don Jaime de regalo un cachorro de tigre. En su semblanza “Artista”, Suárez evoca los cruces entre la esposa y el poeta respecto al animal, por el cual don Jaime sentía fascinación y desafío, cruces que encontraron fin cuando el año 1947 nació Yourlaine, hija del matrimonio, y que devino en el retorno de Érika a Alemania. En “Breviario”, Álvaro Diez Astete cuenta como presa de la depresión, Jaime Sáenz intentó suicidarse cortándose las venas, siendo auxiliado únicamente por la tía Esther y por Silvia Mercedes Ávila, quien entonces contaba apenas diez años. En los años ochenta, siendo adulta, Yourlaine mantuvo intercambio postal con su padre hasta el fallecimiento de este en 1986. Hoy en día, Enrico Saenz, nieto de don Jaime, radica en Alemania y se dedica a la composición de piezas sinfónicas inspiradas en la obra de su abuelo.
Edgar Ávila Echazú, en su semblanza “Lugar” describe los diferentes cuartos en los que don Jaime instaló los Talleres Krupp, en los que se dedicaba a la labor de relojería y en los que escribía. Lo hace con la precisión y detalle empleados por el mismo Saenz en Felipe Delgado para describir el dormitorio de su personaje. Entre la casa del Bosque de Bolognia, Achumani, Miraflores y el callejón de la Muñoz Reyes, Edgar Ávila recuerda los mapas de la ciudad, el pizarrón donde don Jaime anotaba las preocupaciones del diario vivir, sobres misteriosos guardados en celosos cajones, una mesa para escribir a máquina y otra más pequeña con una máquina portátil, álbumes, un tocadiscos, un gramófono. Entre los muebles recuerda un escritorio viejo siempre lleno de papeles, archivadores y hojas, una mesita redonda donde jugar cacho y recibir a las visitas, cuatro sillas, una mesita de luz, unos anaqueles y el reloj de péndulo flanqueado por pastores. Entre las fotografías que colgaban de la pared, menciona los retratos del mismo Saenz, Bach, Branz, Strauss, Músorgski y Ravel, fotos de Franz Tamayo, Gustav Jung y Hitler. Fue justamente en el callejón de la calle Muñoz Reyes, ese hogar con una reminiscencia a las casas alemanas de los años treinta, donde don Jaime trabajó en “El Escalpelo”, “Muerte por el tacto”, “Aniversario de una visión” y “Visitante profundo”.
Parte del anecdotario que conformaba el relacionarse con Jaime Sáenz, era el acercamiento que este tenía con los muertos. Rolando Costa Arduz relataba en “Proximidad” como don Jaime lo acompañaba a las autopsias y levantamiento de cadáveres, con una complicidad silenciosa a la vez que ceremonial. Tal el caso, del levantamiento de un jardinero que al no poder conciliar la vida con un crimen cometido en el sopor del alcohol decidió ahorcarse, quedando colgado de una viga por una soga. Al terminar la inspección, el doctor Costa relató que al decirle a Jaime que el acto forense había terminado, este replicó en voz grave y profunda “Entonces sanseacabó”, frase que al concluir rompió la soga del ahorcado, haciendo que el cadáver caiga sobre un oficial policial que huyó despavorido. Oscar Soria contó en “Historias” cómo un día apareció en su casa con un pie humano, con el que previamente había alarmado a otras amistades que lo recibieron en visita. Fue la señora esposa de Oscar quien lo disuadió de seguir su paseo con el pie, advirtiéndole de la cadaverina, sustancia contenida en los cuerpos muertos y que podía matar a un adulto al entrar en simple contacto con su sangre.
MITO
El mito de Jaime Sáenz se encuentra compuesto por tres elementos principales: el alcohol, la noche y la muerte. Éstos fueron construidos y moldeados en el imaginario colectivo como ingredientes de un autor maldito en la historia de La Paz, y en ese ámbito de secretismo y fatalidad, ejercieron y ejercen una magnética atracción en todos los que se acercan por primera vez a don Jaime. El referido mito, que puede ser hasta inocente pues fue propiciado muchas veces por el mismo autor, cubre con niebla el verdadero fondo de su obra, las verdades a las que aspiraba don Jaime, y pasan de material de construcción a ser simples banderas más cercanas a la postura o el personaje.
Alcohol: Alfonso Barrero resaltó que la bebida no influía en el proceso de escritura de don Jaime. Se dedicaba por completo a escribir, o por completo a beber, pero nunca en el sentido romántico del autor que debe embriagarse para componer. Sus épocas más fructíferas estaban marcadas por una sobriedad decidida y rubicunda, que le costó muchos dolores también. “O bebo o escribo”, le dijo entonces a Álvaro Diez. Así, el alcohol no es un medio para lograr la embriaguez, sino para tocar una lucidez exacerbada, un momento de desinhibición en el que se entiende el mundo. Y del que también se debe retornar, como dice el libro “La Noche”, que no es un destino, es un atisbo de genialidad ritual.
La Noche: Se planteó como el escenario de su obra, pero Mónica Velásquez nos indica que debe entenderse como un concepto, como la otra noche, a la que se accede por el amor, por el alcohol, por la vivencia. Para Edgar Ávila, la fascinación de don Jaime con la noche viene del profundo conocimiento que tenía sobre lo que en Bolivia representa lo extraordinario y singular, el enigma, espacio en el que el autor se sentía a gusto. Evocaba las caminatas nocturnas bajo la lluvia de La Paz, en las que Jaime podía citar a los personajes y espacios que conformaban ese misterio: aparapitas, borrachos, layqas, y otros.
Muerte: Mónica Velásquez hizo una necesaria distinción en el abordaje de la muerte hecha por don Jaime. Hace un paso entre la muerte a los muertos, y de ahí al yo muerto. Cuestiona el concepto de muerte, en la obligación de aprender a vivir para merecer morir, una muerte propia. Este es un camino que no trata la muerte literal, sino un aprendizaje para entender la muerte. El mismo don Jaime la maneja como una idea abstracta, como lo hace en “La Noche”, en la que la voz del poema entiende que está muriendo a través del olor de su cuerpo en descomposición, y afronta a la muerte con la que todos tratamos.
MUERTE
Jaime Sáenz murió el 16 de agosto de 1986, aquejado por los males que en vida medraron en su salud y que a la larga lo llevaron al hospital durante ese fatídico año. Del diario de Carlos Rivera, médico y amigo de don Jaime, se rescatan los días previos a su desenlace, en los que se cuenta como don Jaime se encontraba inconsciente, auxiliado en los dolores de la ansiedad por algunos sorbos de alcohol que le eran suministrados. Padecía una broncopulmonía lateral,
Blanca Wietüchter, en “Cuerpo”, cuenta que meses antes de su deceso había sido diagnosticado con más de siete enfermedades. Se encontraba en estado comatoso, tiempo durante el cual fue diagnosticado, y permaneció interno en el Hospital Broncopulmonar hasta que recuperó la conciencia, momento en el que abandonó el hospital presuroso y alarmado, despotricando contra la junta médica que lo había evaluado.
Ese día lloviznaba en el Cementerio General. Álvaro Diez Astete contaba que no se tenían cuerdas para descender el ataúd, por lo que junto a Nestro Agramont tuvieron que meterse a la fosa y recibir el cofre con las manos.
Al momento de su entierro, juran los asistentes que entre la tierra apaleada para cubrir el ataúd, saltó un reloj, sino fatídico que marcara la afición del difunto y que hacía una aparición final en esas sus horas últimas.
Del texto “Jaime” escrito por doña Esther Guzmán Vda. de Ufenast, rescatamos las últimas palabras que le diera el autor a su tía: “En sus últimos días me dijo: Qué te dejo... dinero, sabes que no hay dinero. Mi obra nomás se queda contigo."

(leído por el autor en octubre de 2018, Cementerio General, La Paz - Bolivia) 

domingo, 19 de mayo de 2019

EL FIN DE GAME OF THRONES



Concluyeron ocho años de la serie que nos llevó por libros, películas, juguetes, historias, mitologías y, su fin último, por reinos de fantasía heroica. No sólo es el fin de Game of Thrones (GOT) sino el culmen de la importancia que en este mundo tienen (ahora más que nunca) una buena narración y una gran historia.

La televisión, en toda su cruel sabiduría, le ha dado al fan lo que creía era la mejor manera de traducir las novelas de la saga “Canción de Hielo y Fuego” de George R. Martín, y ejerciendo esa prerrogativa ha concluido con esta saga como lo consideró conveniente. Y es que en la medida en que la serie se ha alimentado de los libros, nos enamoramos de las luchas y las intrigas de sus personajes. Pero con el paso de las temporadas, la brecha entre libro y serie se hizo más grande, al grado en que directores y guionistas, con o sin ayuda de Martin, dieron a la aventura el curso que les pareció el mejor.

¿Debería ser la capitulación del televidente? ¿Acaso no tenemos el maldito derecho como público consumidor a exigir una serie que sea de nuestro gusto? Pues, rotundamente, no. En el momento en el que nos sometemos al control remoto durante una hora (y esta temporada unos mezquinos minutos más) renunciamos a inventar. Declaramos extinta nuestra facultad a reimaginar los mundos que Martin nos presentó. Por su parte, en la obra escrita el lector deberá echar uso de su predisposición (o sus limitaciones) para evocar las batallas, probar los vinos, amar a las mujeres o sufrir los pesares de los personajes. Au contraire, la televisión hace ese trabajo por nosotros, y nos dice quién se ve cómo, cómo se hace qué y qué hace quién. Es un trato sin negociación y que es reconfortante cuando el desempeño es soberbio. El Ned Stark de Sean Bean es irrepetible. Un Khal Drogo con esa fluencia en dothraki será muy difícil de encontrar. Tywin Lannister sigue reverberando en nuestros fríos y decididos recuerdos. Estos son sólo algunos de los personajes que no podremos imaginar diferentes a como los presentó la tele.

¿Y qué hacer cuando la serie que nos enamoró con tanta facilidad nos deja ese sabor amargo al momento de partir? Algunos avispados realizarán trabajos alternos al tronco canon, en los que el fanático se explayará en su interpretación sobre la obra en cuestión. Los más tristes virarán a la rabieta y el enfado al sentirse defraudados en sus expectativas, cuando ante el trabajo del autor (más aún ante un autor que es un medio como en una serie de televisión) postularon su mayor conocimiento sobre los entreveros o su disgusto con el desarrollo de la obra. Y esta labor, semánticamente imposible, es la ruptura del trato inicial de ver televisión: no recibes lo que quieres ni lo que mereces, recibes lo que recibes.

Pero las personas volverán a leer. Ya dije que esta serie nos ha puesto en las manos construcciones que difícilmente imaginaremos distintas. Creo exagerar. Creo que aún tenemos a la mano tierras desconocidas y odiseas tan inspiradoras como trágicas, en las que veremos por un instante las lecciones y dilemas que afrontamos en nuestra vida diaria, haciendo de nuestra realidad algo increíble. Haciendo que nuestras vidas transmitan la fantasía que nos quiso regalar el autor. Me refiero por supuesto a los libros. Están a la mano. Están en nuestro idioma. Y son tan afortunadamente bastos que aún tenemos mucho con qué alimentar las fantasías diarias que son nuestras vidas.