jueves, 29 de abril de 2021

EL ARREGLISTA

 


“¡Marcelo Requena!” Tenía que gritar fuerte. Quería que todos los vecinos salgan a la calle de noche y escuchen a don Hilario, el maestro bordador. “Tienes veinticuatro horas para devolverme la morenada que me has robado. Sino – observó a los hombres que lo acompañaban – voy a destrozar tu taller y tu casa.” La cortina del piso de arriba se abrió un poco, y pudo ver el rostro de la madre asomar desde la oscuridad de los ladrillos. Su esposa le dijo que no se olvide de amenazarlo antes de irse, así que repitió la única amenaza que alguien, su madre, le había dicho: “Te estoy diciendo”.

 

Eso pasó el día anterior. Ahora don Hilario está nuevamente afuera de la casa de doña Jacinta Colque, la mamá del Marcelo. La calle empedrada está iluminada con el tenue naranja de las luminarias. Detrás de él están cuatro trombonistas, cinco platilleros, cuatro trompetistas, seis bombistas y tres tuberos, todos aspirantes a una banda de bronces y capaces de hacer cualquier cosa para quedar bien con don Hilario. Pero esta noche no trajeron sus instrumentos. Están armados con palos, tubos de fierro y cuchillos. Uno de los tuberos tiene un fierro largo y pesado apoyado en el hombro. Vinieron para darle espalda a don Hilario, y que amenaza no sea solo palabras.

 

—Cómo es Marcelo. No te hagas maltratar. Dónde está mi morenada.

 

A menos que el Marcelo salga y les entregue la morenada que compuso, el plan del maestro bordador era tumbar la puerta y revolver todo hasta encontrar el cuaderno de composiciones. Ahí estaba la morenada que los pasantes querían comprar para esta entrada. “Que no se haga al tony. Si no fuera por mí, este chango ni siquiera hubiera conocido a los pasantes – pensó don Hilario mientras oía a los autos acercarse y dar la vuelta al ver la calle ocupada por el comerciante y su banda– Lo que se vende en mi tienda es mío, y yo nomas tengo que cobrar. No importa nada más carajo”.

 

Con un ruido de latón arrastrándose por la tierra, el garaje de doña Jacinta se abrió y salió el Marcelo. Vestía traje negro formal, camisa blanca y corbata oscura. Llevaba tenis blancos con línea roja, muy finos. “Pero usados” pensó don Hilario. Bajo el brazo llevaba un bulto envuelto en un pañuelo negro.  

 

—Más bien chango. Mira toda la tontera que has hecho armar. Ya. Devolveme la morenada de los pasantes.

—Te voy a dar tu morenada – le dijo el muchacho vestido como si fuera a una entrada – pero de oído.

 

El Marcelo desenvolvió el bulto de su pañuelo. Era la trompeta dorada, que su papá tocaba en vida. En ese momento don Hilario se arrepintió de haberle dado pega en su tienda de trajes a este chango. Todo por si maldito talento para componer morenadas

 

—Qué pasa pues Chelo. Sin motivo tus huevadas. Ya. – hizo un gesto con la mano – Escúchenlo y acuérdense bien. Esta misma noche van a ir a mi casa a grabar.

 

“Y mañana yo voy a ir a cobrar”. Envalentonado por la victoria sencilla, don Hilario sonrió pensando que igual iban a entrar por el garaje a reventar sus mierdas de esta gente. Para dejarle claro a este chango que con él que era mejor no joder. Se imaginó a la mamá del Marcelo, escuchando cómo destruían la casa desde el cuarto de arriba sin poder levantarse de la cama. Los cuatro trompetistas caminaron hasta el frente del grupo y se cruzaron de brazos para ver tocar a este muchacho de cabello corto que estaba arrinconado y sin salida. Eran los más jóvenes, y también los más alevosos.

 

—Si tiemblas no vas a tocar bien. Calmate chango – le dijo uno de los trompetistas.

 

El primero en reír fue don Hilario, con su risa de moreno que hacía eco entre las casas de ladrillo de esa estrecha callecita de la ladera. Luego rieron los demás cuando vieron que era seguro reírse con el jefe. El Marcelo guardó el pañuelo en su bolsillo, pasó los dedos de la mano derecha por las anillas de la trompeta y la levantó, pero no se la llevó a los labios. La estrelló de un puñetazo contra la cara del chico que lo había insultado. Apenas pudieron escuchar el crack de la nariz y el gritito ahogado del trompetista cuando Don Hilario escupió sílaba por sílaba: “Hi-jo-de-pu-ta”.

 

Nadie esperó la instrucción del maestro bordador. Todos corrieron contra el Marcelo. Eran una masa de gritos y rabia con brazos de madera, metal y filo ansiosos de golpear o cortar. El Marcelo corrió a embestirlos pero antes de que los dos tuberos más grandes lo aplasten se metió entre ambos y al salir estiró el brazo de la trompeta y golpeo al de la derecha en la nuca. El gordo se tambaleó, dio tres pasos torpes y cayó al suelo inmóvil. Los demás voltearon inmediatamente hacia el Marcelo, más emputados al ver al muchacho flaco y sudoroso mirarlos. No esperó a que lo ataquen. Corrió de vuelta, dio un brinco y cayó con un trompetazo en la cara del que estaba más lejos del grupo, que se quiso cubrir pero el peso lo empujo al suelo. Aprovechando que estaba de espaldas, los demás lo golpearon en la espalda con los palos y los fierros, pero al voltear el muchacho metió sus dedos en los ojos de otro tipo, hasta adentro, hasta que sintió sus párpados cerrarle las uñas.

 

— ¡Mis ojos! ¡Carajo!

— ¡Pero agarrale pues a ese cojudo!

 

Quiso avanzar para no quedarse quieto y recibió más golpes. Uno de los bombistas lo golpeó en la canilla con su tubo viejo. El Marcelo se torció en el aire y cayó sobre una rodilla. Otra vez los golpearon en la espalda. Otros se avivaron y lo golpearon en la otra rodilla. Mientras oía los gritos y los golpes, Don Hilario tanteaba en sus bolsillos, separando la billetera de la basura y las llaves, mientras daba pasitos lentos en reversa y se sentía más gordo que nunca. “¿Qué siempre le pasa este llokalla?” Ahí encontró la pistola recién comprada, cargada, con el seguro puesto, esperando a que su dueño la saque para amenazar a Marcelo si la cosa se ponía fea. Y las cosas se estaban poniendo feas.

 

Un bombero no esperó para medir su golpe. Vio a su víctima herida y con el sadismo con que golpea el cuero de su instrumento le dio con uno de los palos en la cabeza. Todos se callarlo. Por sus gemidos y su respiración, el maestro bordador se dio cuenta que el Marcelo estaba llorando.

 

— ¿Qué es eso gran puta? ¿Estás llorando?

 

Se quedó de cuatro en el suelo, casi pecho tierra, mientras lo pateaban. Pero el muchacho estiró un brazo y con la trompeta le dio a un bandista en las bolas. Este se dobló sobre sí mismo y luego recibió otro golpe de trompeta en la cara que le destrozó la nariz y los dientes, pero fue suficiente para el único milagro de esa noche: que el Marcelo se levante como un rayo y empiece a golpear a los golpeadores. Apuntaba a la cara para que se queden quietos. Logró golpear a dos lentos, que se caían al suelo con las manos en la nariz rota y brotando sangre, pero los demás lo seguían rodeando. Le lanzó una patada al estómago del último tubero en pie y le dio un rodillazo en la cara, mientras se daba la vuelta y le daba un trompetazo en la cara a otro de los hombres de don Hilario. Sintió en las manos un dolor como si lo hubieran agarrado con tenazas heladas. Los demás vieron al muchacho esforzándose por respirar y casi rendido, y lo sujetaron entre dos, y le quitaron el metal con ridícula facilidad, y lo golpearon en el estómago. Pero el Marcelo no estaba cansado: mientras lo golpeaban se liberó un brazo, le quitó a uno su tubo de canilla y los golpeó a los dos en el centro de la cara. Se cayeron como sacos de basura mirando al suelo mientras a su alrededor crecía un charco rojo. La camisa del Marcelo tenía manchas escarlata por el cuello y el pecho. Al que lo quería sujetar de atrás le dio un codazo tan fuerte que le hundió la nariz. Igual al que lo quiso agarrar del otro lado. Un gordo lo sujetó por la panza y lo levantó, como un abrazo macabro, pero el Marcelo le dio tres codazos seguidos y ambos cayeron al suelo. Pero el Marcelo cayó de pie. Levantó los ojos y vio a los diez matones que seguían de pie, junto a don Hilario. El Marcelo miró directamente hacia el maestro bordador, ignorando a las otras siluetas que agarraban sus palos como si fueran banderas, y don Hilario se sintió enojado por primera vez. Este chango lo estaba provocando.

 

— ¡Qué esperan carajo! ¡Sáquenle su puta!

 

Tres hombres corrieron calle abajo. Saltando a oscuras entre los cuerpos tumbados de los demás. Parecía que eso iba a ser todo, pero el Marcelo corrió hacia ellos. Aunque acababa de gritar y aún sentía la rabia caliente en la garganta, don Hilario siguió caminando hacia atrás. Los siete matones fueron hacia adelante, levantando piedras del camino para pelearse. Pero el Marcelo también se agachó, y en dos pasos alzó una piedra y la lanzó a la cara de uno de los bandistas, que se cayó en seco hacia adelante y con su cabeza hacia atrás. “Mierda, mierda, mierda” pensaba don Hilario, a quien la rabia le duró poco. Fue dura y quemaba, pero ahora era más real. Pensó que esa noche él iba a ser la amenaza y se iba a llevar su morenada, pero el Marcelo los estaba rompiendo uno a uno. Ahora que lo veía con calma, el Marcelo agarraba a uno del cuello y lo golpeaba con una piedra en la frente, dos, tres veces, hasta que el hombre cayó como un maniquí al suelo. Entre los demás se acercaron para lincharlo con sus garrotes pero el muchacho seguía siendo rápido. Se movía entre ellos con pequeños brincos y sin parar, pero al menos ahora no los agarraría a golpes. Fue corriendo al otro extremo de la calle y del suelo levantó su trompeta. Marcelo presionó los pistones con los dedos y todos escucharon el sonido chirriante de los metales doblados. Luego sujetó el metal dorado y manchado con la sangre de todos esos hombres y lo levantó apuntando a don Hilario y a los cinco hombres que lo acompañaban. Pero estos corrieron dejando al maestro bordador solo y rodeado de hombres desmayados o golpeados. Y algunos más que permanecían boca abajo, con los brazos en posiciones extrañas y que se rodeaban lentamente de un líquido oscuro. Don Hilario estaba nuevamente sólo frente al Marcelo, por primera vez desde que le dijo al muchacho que la morenada que habían vendido a los pasantes era de su propiedad y de nadie más.

 

Don Hilario comenzó a correr por donde vino. Dos calles al fondo y una más abajo esperaban tres radiotaxis para llevar a la banda de bronces cuando vuelvan victoriosos. Ahora solo volvía un hombre, corriendo apenas por el empedrado con una pistola sin usar en el bolsillo. Mientras escapaba, el maestro bordador venció el miedo de caerse y volteó sólo un poco para mirar detrás de sí, esperando ver al Marcelo en la farola anaranjada de su casa. Pero lo que vio fue la trompeta acercándose rápidamente a su rostro. Cayó mal, de panza, revolviendo todos sus órganos y lastimándose de paso. El Marcelo no perdió el tiempo: se arrodilló sobre la espalda del gordo, le levantó el brazo derecho hacia atrás y le sujetó la mano con el brazo, luego tomó su dedo índice y lo dobló en sentido contrario con fuerza hasta romperlo. Don Hilario gritó de dolor, sin importarle que lo escuchen los vecinos o quien camine por esa ladera de noche, lanzó con fuerza un grito pelado que se perdía de noche. El Marcelo procedió con el dedo del medio y con el anular.

 

— ¡Por favor no Marcelo! ¡Por favor no! ¡Lo dejamos así y ya no te molesto más! ¡Por mis hijos! ¡Para por favor!

 

Pero el Marcelo extendió la mano de dedos rotos hacia el cielo, puso todo su peso en la rodilla y empezó a torcer el brazo hacia afuera, con fuerza. Don Hilario sintió como su mano se adormecía poco a poco, y si bien ya no sentía tanto el dolor de sus dedos, otro dolor empezaba en su hombro, como un dolor de muelas pero extendiéndose hacia su pecho. Luego ambos hombres escucharon el crujido, y el maestro bordador se quedó boca abajo, con el brazo flácido reposando a un lado de él.

 

El pabellón de la trompeta estaba torcido como una campana apaleada a martillazos. Como el Marcelo no sabía pelear pero sí dar golpes, sus nudillos y sus dedos tenían heridas. El nudillo del centro de su mano izquierda estaba hundido. Su terno estaba roto en las rodillas y los codos. Era un manojo de tierra, saliva, polvo, sangre ajena y propia. Miró a Don Hilario una vez más. El maestro bordador se retorcía de rabia y dolor, mientras el muchacho se alejaba sujetando la trompeta abollada. Su mano izquierda sentía la tierra y las piedras meterse en sus uñas y lastimarlo, y su otro brazo inútil y torcido dolía con cada movimiento. Pero lo que más le dolía era que el Marcelo, ese muchachito que componía morenadas en su taller de bordado, le haya ganado esta noche. Que le haya ganado con la morenada, que haya golpeado a los veintipico muñecos que llevó para protegerse y que se salga con la suya cuando es él, don Hilario, el que siempre, siempre siempre, ganaba todas las partidas.

 

— ¡Maldito, puto arreglista!

 

El resplandor azul de una patrulla se acercaba desde el final de la calle. El Marcelo volteó un momento, y antes de irse le dijo:

 

—Gordo de mierda.