“¡Marcelo Requena!” Tenía que gritar
fuerte. Quería que todos los vecinos salgan a la calle de noche y escuchen a
don Hilario, el maestro bordador. “Tienes veinticuatro horas para devolverme la
morenada que me has robado. Sino – observó a los hombres que lo acompañaban – voy
a destrozar tu taller y tu casa.” La cortina del piso de arriba se abrió un
poco, y pudo ver el rostro de la madre asomar desde la oscuridad de los ladrillos.
Su esposa le dijo que no se olvide de amenazarlo antes de irse, así que repitió
la única amenaza que alguien, su madre, le había dicho: “Te estoy diciendo”.
Eso pasó el día anterior. Ahora don
Hilario está nuevamente afuera de la casa de doña Jacinta Colque, la mamá del
Marcelo. La calle empedrada está iluminada con el tenue naranja de las
luminarias. Detrás de él están cuatro trombonistas, cinco platilleros, cuatro
trompetistas, seis bombistas y tres tuberos, todos aspirantes a una banda de bronces
y capaces de hacer cualquier cosa para quedar bien con don Hilario. Pero esta
noche no trajeron sus instrumentos. Están armados con palos, tubos de fierro y
cuchillos. Uno de los tuberos tiene un fierro largo y pesado apoyado en el
hombro. Vinieron para darle espalda a don Hilario, y que amenaza no sea solo palabras.
—Cómo es Marcelo. No te hagas
maltratar. Dónde está mi morenada.
A menos que el Marcelo salga y les
entregue la morenada que compuso, el plan del maestro bordador era tumbar la
puerta y revolver todo hasta encontrar el cuaderno de composiciones. Ahí estaba
la morenada que los pasantes querían comprar para esta entrada. “Que no se haga
al tony. Si no fuera por mí, este chango ni siquiera hubiera conocido a los
pasantes – pensó don Hilario mientras oía a los autos acercarse y dar la vuelta
al ver la calle ocupada por el comerciante y su banda– Lo que se vende en mi
tienda es mío, y yo nomas tengo que cobrar. No importa nada más carajo”.
Con un ruido de latón arrastrándose
por la tierra, el garaje de doña Jacinta se abrió y salió el Marcelo. Vestía traje
negro formal, camisa blanca y corbata oscura. Llevaba tenis blancos con línea
roja, muy finos. “Pero usados” pensó don Hilario. Bajo el brazo llevaba un
bulto envuelto en un pañuelo negro.
—Más bien chango. Mira toda la
tontera que has hecho armar. Ya. Devolveme la morenada de los pasantes.
—Te voy a dar tu morenada – le dijo
el muchacho vestido como si fuera a una entrada – pero de oído.
El Marcelo desenvolvió el bulto de
su pañuelo. Era la trompeta dorada, que su papá tocaba en vida. En ese momento
don Hilario se arrepintió de haberle dado pega en su tienda de trajes a este
chango. Todo por si maldito talento para componer morenadas
—Qué pasa pues Chelo. Sin motivo
tus huevadas. Ya. – hizo un gesto con la mano – Escúchenlo y acuérdense bien. Esta
misma noche van a ir a mi casa a grabar.
“Y mañana yo voy a ir a cobrar”.
Envalentonado por la victoria sencilla, don Hilario sonrió pensando que igual
iban a entrar por el garaje a reventar sus mierdas de esta gente. Para dejarle
claro a este chango que con él que era mejor no joder. Se imaginó a la mamá del
Marcelo, escuchando cómo destruían la casa desde el cuarto de arriba sin poder
levantarse de la cama. Los cuatro trompetistas caminaron hasta el frente del
grupo y se cruzaron de brazos para ver tocar a este muchacho de cabello corto
que estaba arrinconado y sin salida. Eran los más jóvenes, y también los más
alevosos.
—Si tiemblas no vas a tocar bien.
Calmate chango – le dijo uno de los trompetistas.
El primero en reír fue don Hilario,
con su risa de moreno que hacía eco entre las casas de ladrillo de esa estrecha
callecita de la ladera. Luego rieron los demás cuando vieron que era seguro
reírse con el jefe. El Marcelo guardó el pañuelo en su bolsillo, pasó los dedos
de la mano derecha por las anillas de la trompeta y la levantó, pero no se la llevó
a los labios. La estrelló de un puñetazo contra la cara del chico que lo había
insultado. Apenas pudieron escuchar el crack de la nariz y el gritito ahogado
del trompetista cuando Don Hilario escupió sílaba por sílaba: “Hi-jo-de-pu-ta”.
Nadie esperó la instrucción del
maestro bordador. Todos corrieron contra el Marcelo. Eran una masa de gritos y
rabia con brazos de madera, metal y filo ansiosos de golpear o cortar. El
Marcelo corrió a embestirlos pero antes de que los dos tuberos más grandes lo
aplasten se metió entre ambos y al salir estiró el brazo de la trompeta y
golpeo al de la derecha en la nuca. El gordo se tambaleó, dio tres pasos torpes
y cayó al suelo inmóvil. Los demás voltearon inmediatamente hacia el Marcelo,
más emputados al ver al muchacho flaco y sudoroso mirarlos. No esperó a que lo
ataquen. Corrió de vuelta, dio un brinco y cayó con un trompetazo en la cara
del que estaba más lejos del grupo, que se quiso cubrir pero el peso lo empujo
al suelo. Aprovechando que estaba de espaldas, los demás lo golpearon en la
espalda con los palos y los fierros, pero al voltear el muchacho metió sus dedos
en los ojos de otro tipo, hasta adentro, hasta que sintió sus párpados cerrarle
las uñas.
— ¡Mis ojos! ¡Carajo!
— ¡Pero agarrale pues a ese cojudo!
Quiso avanzar para no quedarse
quieto y recibió más golpes. Uno de los bombistas lo golpeó en la canilla con
su tubo viejo. El Marcelo se torció en el aire y cayó sobre una rodilla. Otra
vez los golpearon en la espalda. Otros se avivaron y lo golpearon en la otra
rodilla. Mientras oía los gritos y los golpes, Don Hilario tanteaba en sus
bolsillos, separando la billetera de la basura y las llaves, mientras daba
pasitos lentos en reversa y se sentía más gordo que nunca. “¿Qué siempre le
pasa este llokalla?” Ahí encontró la pistola recién comprada, cargada, con el
seguro puesto, esperando a que su dueño la saque para amenazar a Marcelo si la
cosa se ponía fea. Y las cosas se estaban poniendo feas.
Un bombero no esperó para medir su
golpe. Vio a su víctima herida y con el sadismo con que golpea el cuero de su
instrumento le dio con uno de los palos en la cabeza. Todos se callarlo. Por
sus gemidos y su respiración, el maestro bordador se dio cuenta que el Marcelo estaba
llorando.
— ¿Qué es eso gran puta? ¿Estás
llorando?
Se quedó de cuatro en el suelo,
casi pecho tierra, mientras lo pateaban. Pero el muchacho estiró un brazo y con
la trompeta le dio a un bandista en las bolas. Este se dobló sobre sí mismo y luego
recibió otro golpe de trompeta en la cara que le destrozó la nariz y los
dientes, pero fue suficiente para el único milagro de esa noche: que el Marcelo
se levante como un rayo y empiece a golpear a los golpeadores. Apuntaba a la cara
para que se queden quietos. Logró golpear a dos lentos, que se caían al suelo
con las manos en la nariz rota y brotando sangre, pero los demás lo seguían
rodeando. Le lanzó una patada al estómago del último tubero en pie y le dio un
rodillazo en la cara, mientras se daba la vuelta y le daba un trompetazo en la
cara a otro de los hombres de don Hilario. Sintió en las manos un dolor como si
lo hubieran agarrado con tenazas heladas. Los demás vieron al muchacho
esforzándose por respirar y casi rendido, y lo sujetaron entre dos, y le
quitaron el metal con ridícula facilidad, y lo golpearon en el estómago. Pero el
Marcelo no estaba cansado: mientras lo golpeaban se liberó un brazo, le quitó a
uno su tubo de canilla y los golpeó a los dos en el centro de la cara. Se
cayeron como sacos de basura mirando al suelo mientras a su alrededor crecía un
charco rojo. La camisa del Marcelo tenía manchas escarlata por el cuello y el
pecho. Al que lo quería sujetar de atrás le dio un codazo tan fuerte que le
hundió la nariz. Igual al que lo quiso agarrar del otro lado. Un gordo lo sujetó
por la panza y lo levantó, como un abrazo macabro, pero el Marcelo le dio tres
codazos seguidos y ambos cayeron al suelo. Pero el Marcelo cayó de pie. Levantó
los ojos y vio a los diez matones que seguían de pie, junto a don Hilario. El
Marcelo miró directamente hacia el maestro bordador, ignorando a las otras siluetas
que agarraban sus palos como si fueran banderas, y don Hilario se sintió
enojado por primera vez. Este chango lo estaba provocando.
— ¡Qué esperan carajo! ¡Sáquenle su
puta!
Tres hombres corrieron calle abajo.
Saltando a oscuras entre los cuerpos tumbados de los demás. Parecía que eso iba
a ser todo, pero el Marcelo corrió hacia ellos. Aunque acababa de gritar y aún
sentía la rabia caliente en la garganta, don Hilario siguió caminando hacia
atrás. Los siete matones fueron hacia adelante, levantando piedras del camino
para pelearse. Pero el Marcelo también se agachó, y en dos pasos alzó una
piedra y la lanzó a la cara de uno de los bandistas, que se cayó en seco hacia
adelante y con su cabeza hacia atrás. “Mierda, mierda, mierda” pensaba don
Hilario, a quien la rabia le duró poco. Fue dura y quemaba, pero ahora era más
real. Pensó que esa noche él iba a ser la amenaza y se iba a llevar su
morenada, pero el Marcelo los estaba rompiendo uno a uno. Ahora que lo veía con
calma, el Marcelo agarraba a uno del cuello y lo golpeaba con una piedra en la
frente, dos, tres veces, hasta que el hombre cayó como un maniquí al suelo. Entre
los demás se acercaron para lincharlo con sus garrotes pero el muchacho seguía
siendo rápido. Se movía entre ellos con pequeños brincos y sin parar, pero al
menos ahora no los agarraría a golpes. Fue corriendo al otro extremo de la
calle y del suelo levantó su trompeta. Marcelo presionó los pistones con los
dedos y todos escucharon el sonido chirriante de los metales doblados. Luego
sujetó el metal dorado y manchado con la sangre de todos esos hombres y lo
levantó apuntando a don Hilario y a los cinco hombres que lo acompañaban. Pero
estos corrieron dejando al maestro bordador solo y rodeado de hombres
desmayados o golpeados. Y algunos más que permanecían boca abajo, con los
brazos en posiciones extrañas y que se rodeaban lentamente de un líquido
oscuro. Don Hilario estaba nuevamente sólo frente al Marcelo, por primera vez
desde que le dijo al muchacho que la morenada que habían vendido a los pasantes
era de su propiedad y de nadie más.
Don Hilario comenzó a correr por
donde vino. Dos calles al fondo y una más abajo esperaban tres radiotaxis para
llevar a la banda de bronces cuando vuelvan victoriosos. Ahora solo volvía un
hombre, corriendo apenas por el empedrado con una pistola sin usar en el
bolsillo. Mientras escapaba, el maestro bordador venció el miedo de caerse y
volteó sólo un poco para mirar detrás de sí, esperando ver al Marcelo en la
farola anaranjada de su casa. Pero lo que vio fue la trompeta acercándose
rápidamente a su rostro. Cayó mal, de panza, revolviendo todos sus órganos y
lastimándose de paso. El Marcelo no perdió el tiempo: se arrodilló sobre la
espalda del gordo, le levantó el brazo derecho hacia atrás y le sujetó la mano
con el brazo, luego tomó su dedo índice y lo dobló en sentido contrario con
fuerza hasta romperlo. Don Hilario gritó de dolor, sin importarle que lo
escuchen los vecinos o quien camine por esa ladera de noche, lanzó con fuerza
un grito pelado que se perdía de noche. El Marcelo procedió con el dedo del
medio y con el anular.
— ¡Por favor no Marcelo! ¡Por favor
no! ¡Lo dejamos así y ya no te molesto más! ¡Por mis hijos! ¡Para por favor!
Pero el Marcelo extendió la mano de
dedos rotos hacia el cielo, puso todo su peso en la rodilla y empezó a torcer
el brazo hacia afuera, con fuerza. Don Hilario sintió como su mano se adormecía
poco a poco, y si bien ya no sentía tanto el dolor de sus dedos, otro dolor
empezaba en su hombro, como un dolor de muelas pero extendiéndose hacia su
pecho. Luego ambos hombres escucharon el crujido, y el maestro bordador se
quedó boca abajo, con el brazo flácido reposando a un lado de él.
El pabellón de la trompeta estaba
torcido como una campana apaleada a martillazos. Como el Marcelo no sabía
pelear pero sí dar golpes, sus nudillos y sus dedos tenían heridas. El nudillo
del centro de su mano izquierda estaba hundido. Su terno estaba roto en las
rodillas y los codos. Era un manojo de tierra, saliva, polvo, sangre ajena y
propia. Miró a Don Hilario una vez más. El maestro bordador se retorcía de
rabia y dolor, mientras el muchacho se alejaba sujetando la trompeta abollada. Su
mano izquierda sentía la tierra y las piedras meterse en sus uñas y lastimarlo,
y su otro brazo inútil y torcido dolía con cada movimiento. Pero lo que más le
dolía era que el Marcelo, ese muchachito que componía morenadas en su taller de
bordado, le haya ganado esta noche. Que le haya ganado con la morenada, que
haya golpeado a los veintipico muñecos que llevó para protegerse y que se salga
con la suya cuando es él, don Hilario, el que siempre, siempre siempre, ganaba
todas las partidas.
— ¡Maldito, puto arreglista!
El resplandor azul de una patrulla
se acercaba desde el final de la calle. El Marcelo volteó un momento, y antes
de irse le dijo:
—Gordo de mierda.